Hubo un tiempo de angelical estancia
donde todo se doraba y se crecía.
Un espacio sencillo, una pisada alegre
y patriarcal cuidado en todos nuestros pasos.
La vendimia del ocio compartía, fugaz,
jornadas soleadas de paseo y abrigo
con el tedioso sol de alguna tarde fría.
Solidario era el júbilo de pequeños y grandes,
se disfrutaban encuentros hermanados
por horarios festivos y rutinas diarias.
En medio del trasiego estaba siempre él
como un rey solemne sabiéndose querido.
Dioni era su nombre y su andar, arrogante.
El color muy canela con brillos vespertinos,
la suavidad ofrecida a las manos de niños
que jugaban, sin tiempo, con el mastín hermoso
que algunos envidiaban.
Sus destellos rojizos, marrones, de color caramelo
se repartían airosos por su noble estatura.
Las orejas, atentas al cuidado de ruidos
caían descolgadas al filo de su porte.
Se estiraban graciosas cuando la voz del amo
traspasaba la puerta y le llamaba alerta.
Salía presuroso, jovial y divertido
y le cortaba el paso con brincos de alegría
y gemidos de sueños y otras travesuras.
Dioni era su nombre.
Aún suena muy quedo en mi conciencia adulta.
Con él recorro calles de mi ciudad añorada
y sus pasos van sabios junto a mi cercanía.
Hoy me encuentro de nuevo, a través de memorias,
con hermanos y padres, con vecinos y calles,
con su hacer tan preciso.
En todo está presente, atento como entonces,
el amigo de noches, mi setter tan querido
que endulzó nuestras vidas y acompañó, paciente,
en cacerías festivas al padre de la casa.
El retorno era fresco, recompensado y tierno
y siempre lo sellaba, a pesar del cansancio,
llevando zapatillas al que tanto le amaba.
Dioni fue su nombre
y aún lo llevo atado al rescoldo del alma.