ISLA. PAÍS DE COLIBRÍES. Manuel Quiroga Clérigo Ediciones Vitruvio. Colección Baños del Carmen Madrid, 2017 El libro lleva la siguiente dedicatoria: “Para Claudia y para María Aurora, su madre”; estas palabras nos llevan a situarnos ante la disposición de ánimo y ternura del poeta-abuelo hacia la principal destinataria de los poemas de esta obra, su nieta Claudia. Abre el libro con el poema “La Habana sin nubes”, que se hace pórtico de una lectura que transcurrirá serena y detalladamente por Cuba, la isla escogida por el autor para volcar y dedicar su amor por Claudia, su nieta, la que tanto añora, y parece ir de la mano de este viajero incansable, ‘viajero-juglar’ según la observación de la autora del prólogo, Alicia Grinbank, que comparto. El autor, con versos como, “[…] Perezosas las calles acogen transeúntes […]”, nos hace partícipes de un amanecer cubano, sin prisas, con todo el tiempo por delante para disfrutar paisajes, aromas, sonidos, el mar y su oleaje; todo ello aderezado con un toque de ternura. Estamos en mayo, en un tiempo feliz de estrenada primavera y los versos trascendidos, hechos poemas, van pasando con un ritmo vertiginoso del corazón a la mente, de la mente a las manos de Manuel. Una riqueza emocional le inunda por lo que percibe, ve y siente, y le mueve, necesariamente, a descargar sobre el papel, poemas que fluyen a diario, uno, dos, tres… los necesarios para acallar los impulsos que le apremian. Muy pronto se establece un monólogo que quiere transmitir a su querida Claudia, con el intento de hacerle ver las diferencias sociales existentes en todos los lugares del mundo, ahora, las que observa en esta isla, tan palpables, donde las casas y las calles son decrépitas, y pide soluciones para que se trabaje y exista un mundo mejor y más humano. La evocación de la nieta, su cándida belleza y su sonrisa están muy presentes en los primeros poemas del libro, y el poeta con su voz, pasada a grafías, va mostrando escenas familiares. La descripción es constante en Manuel Quiroga y así, nos ofrece escenas multicolores donde cobran protagonismo el mar, el olor característico de La Habana, el azul de su cielo, la bahía, los muelles, las luces, barcos… Las aves, solidarias con esta visión del poeta, cruzan veloces y cantan, mientras los niños, a la antigua usanza, entonan patrióticas canciones antes de entrar a las aulas, y así dice a Claudia: “En la Habana todo nos deslumbra, nos habla de un pasado de nieblas, de un futuro de soles”. Quiroga usará con cierta frecuencia, los vocablos parques y trenes, tan necesarios para, con los primeros, llenarse de vida, luminosidad, alegría, flores, aromas y múltiples sensaciones, donde las aves anuncian las estaciones del tiempo y amenizan las tardes apacibles con sus ritmos marcados. Por otra parte, los trenes le son necesarios para trasladarse a lugares presentidos, pasear la vida, ocupar el ocio y la contemplación de la belleza, y visitar ilusionado la isla, Cuba, con toda su carga de historia y realidades. El abuelo-poeta viaja, observa, se nutre de paisajes, de estampas florales, vive y nos cuenta, más bien, va contando a Claudia los murmullos de la noche, el caminar de los vientos que acarician o destruyen. También le habla de hadas buenas y malas que ella, en sus pocos años, no alcanza a entender. El segundo espacio que escoge Quiroga, para seguir dialogando con Claudia, es Viñales (Pinar del Río) el poeta siente la necesidad de confesarle su amor y le dedica un soneto, una de sus estrofas lee: “[…] Me detengo en tus ojos y en tu frente/nada existe sin ti, tú ya lo sabes. /Tu recuerdo es la cosa más amada.” Subido en esos trenes, Quiroga, va contemplando, describiendo, la belleza de los prados, el frescor de la hierba y de los ríos, las plantaciones de plataneras, todo un paisaje bucólico lleno de vida y colorido para, finalmente, decirle a la nieta: “En este valle verde de Viñales, Claudia mía, /encontramos la paz que no hay en otra parte”. Prosigue el viaje, su estancia en la isla, desgranando los meses y se para en mayo, tiempo de nacimiento de Claudia, y le dice: “Naciste en Dos de Mayo y no hay olvido…” para, una vez superado este pensamiento, continuar sumergido en todos los paisajes y circunstancias posibles de la isla, Cuba. Habla-escribe de gallos, ciudades con sus lluvias, de futuros, de los trenes de Guantánamo, de olores frutales. Cierra esta primara parte, bajo el título de “Isla”, con el poema “Un olor a manzanas”. Con esa descripción poética, que caracteriza a Manuel Quiroga, es fácil convertirse en su compañero de viaje y compartir los paisajes y emociones que nos va trasmitiendo, como hará, sin duda, esa niña tan querida, Claudia, cuando alcance algo de mayoría y lea ‘su libro’. Antes de introducirnos en el siguiente apartado de esta obra, “País de colibríes”, Quiroga quiere dejar bien claro que, “Claudia nació en Madrid el 2 de mayo de 2006. Sigue creciendo”. Ha pasado el tiempo y el abuelo-poeta quiere rendir homenaje a su otra nieta, Martina, a su esposa, amigos y familiares y emplea el mismo cauce, los mismos recursos: el poema, los versos, los viajes, el continente americano (en esta ocasión México y sus ciudades) y da rienda suelta a su creación. “País de colibríes” nos sitúa, en su comienzo, en un grato ambiente musical con el poema “Bach y las nubes”, y así se pronuncia: “[…] El tren de acero avanza solemne hacia la tarde; /Bach pervive en el viento, huye de los ocasos, /sobrevuela las aves y evita asteroides, /descubre geografías en las aguas azules, /ilumina el camino de todas las nostalgias. […]” Inicia un nuevo viaje “Hacia el oeste”, ahora el paisaje es distinto, también la vida que observa es diferente de la de aquella bulliciosa Cuba. El poeta sigue con sus trenes, los que le llevan a hermosos parajes y a percibir nuevas fragancias, y escribe: “Por las mañanas llegan impresionantes /con su carga de flores y música de árboles”. Sus poemas siguen siendo descriptivos y llenos de vida. Quiroga es, sin duda, un excelente compañero de viaje; “Isla. País de colibríes”, en su totalidad, es: admirado jardín, luminoso mar, belleza de parques, rumores de aves, iglesias, locomotoras, música, torres de cometas, colores, naturaleza y sobre todo, un canto a la familia, la amistad; no falta un bello y sentido recuerdo para Pilar, “[…] Pilar sigue ensayando clásicas melodías, /bellos itinerarios de otoño y pentagramas/como si dirigiera sus pasos a algún bosque /y quisiera vivir las calles, plazas, fuentes /de la ciudad dorada que siempre es Guanajuato”. En este nuevo recorrido, en este viaje, sigue existiendo una gran añoranza por sus niñas, Martina y Claudia, que se hace presente en múltiples poemas como en el titulado “Hacia vosotras”, donde se percibe el regreso junto a ellas y así, el poeta canta: “[…] Vamos hacia vosotras, a la vida, /a los espacios libres de naufragios, /al lugar en que habitan las gaviotas, […] Lo demás queda ahora lejos, lejos; /tan solo nos importa el abrazaros”. Manuel Quiroga en este libro, que se hace homenaje a sus nietas, al final puntualiza: “Martina nació el 1º de septiembre de 2015. Su hermana Claudia está a su lado”. Podemos afirmar que leer a Quiroga es viajar, tener muy atentos los sentidos, entrar de su mano en el mundo de la contemplación, saciarse de todo lo hermoso que nos ofrece la Naturaleza y amar, amar a lo /los que tenemos cercanos.

Encarna León. Delegada Territorial de ACE-Andalucía por Melilla

ENCARNA LEÓN: “ME VISTO NUEVAMENTE CON MI TRAJE DE LLUVIA…” A veces la poesía es un trabajo deliciosamente inacabado. Mal pagado, eso sí, mal comprendido, también. Pero que permite a los autores, hombres y mujeres, hacer realidad sus sueños, mostrarnos sus paisajes, hablar de sus amores y desamores o viajar por el ancho mundo de una mirada. Y eso es lo que nos ofrecen, además, las antologías pues en ellas, de manera casi siempre muy oportuna, va apareciendo la propia biografía del autor o autora y, así, podemos conocer ciertas intimidades de su propia vida. Este es el caso de un voluminoso y agradable libro que contiene un florilegio, inmenso desde luego, de los versos que a lo largo de muchos años, tardes, días, noches, alegrías y angustias nos ofrece Encarna León, escritora que ha hecho del quehacer poético una esforzada afición capaz de modificar sus alternativas vitales. Desde Melilla, donde vive desde jovencita, lanza al mundo “El color de los ritos. Obra poética 1984-2010” para quien, inadvertidamente, no hubiera tenido ocasión de conocer el largo y estudiado bagaje lírico que se trae entre manos desde hace muchos años de manera callada, pero solemne, que conocemos y aplaudimos y respetamos, porque sabemos el valor de la palabra y la dedicación sacrificio que requiere estar cada minuto pendiente de la inspiración y de la observación para configurar tan gran obra lírica. Un merecido prólogo de José Luis Fernández de la Torre da cuenta exacta del valor de estos versos, de todos los libros que poco a poco han ido jalonando este quehacer y que ya, con el libro que tenemos entre las manos, pasa a ser patrimonio de todos y más en una tierra donde la poesía, la intuición, la leyenda forma parte de la vida de hombres y mujeres. “Encarna León o “el mundo cantado” titula Fernández su trabajo preliminar, al que se añade la amplia bibliografía de la autora, extensa y bien documentada con indicación de sus libros y plaquettes publicados, poemas dispersos aparecidos en diversos medios y ciudades, antologías en las que figuran sus versos, prosa a la que ha dedicado también su atención, publicaciones infantiles variadas y muchas veces enternecedoras y la bibliografía utilizada por Fernández de la Torre para llevar a cabo su trabajo de presentación, cuya lectura sitúa a Encarna León en su momento, entre los autores que ha desarrollado su inspirada labor, influencias (que no son muchas pero sí son decisivas, como la Miguel Fernández, entre otros) y situaciones que ha permitido este río incontenible de versos, reflexiones y vivencias. Ya la antología, descontando las casi 151 páginas de presentación ocupa unas setecientas páginas, lo que da una idea aproximada del valor de una creación tan prolongada y conducida con tanto afecto hacia el mundo de la palabra y de los entes próximos, tratase de personajes, paisajes, sueños o infancias. Un bien ordenado álbum fotográfico sitúa a la autora en el universo real de poetas, amigos, cercanías y actos literarios donde ella no es la protagonista sino la figura central de un mundo donde ritos, amistades y maravillas se hacen realidad gracias a su tesón y su profundo amor a la poesía. Esta misma expresión podría ser la de la editora y poeta Luzmaría Jiménez Faro, creadora de Ediciones Torremozas, persona que sentía un especial afecto por Encarna León por considerarla una trabajadora permanente en favor de la poesía y de quienes están cerca de ella en todos los ámbitos. Fernández de la Torre , entre el caudal de opiniones y datos que vierte en su aportación, escribe: “Encarna León, ha construido una obra (incompleta todavía) donde el ars poética en la ficción alcanza su propia singularidad y en la que las experiencias, los deseos, las sensaciones son producidos por, al menos, dos espacios: Granada (la ciudad de la infancia, de la evocación nostálgica…) y Melilla, la ciudad del trabajo, del amor, de su madurez…), los ámbitos que trazan ese mundo lírico propio siempre alrededor o girando en torno a un yo configurado por la memoria y la nostalgia cuando se funden para precisamente ´re-fundar´ la Belleza o la Poesía” […]

Manuel Quiroga Clérigo

Majadahonda, 9 de Enero de 2018.

EL LIBRO DE LAS AGUAS de José Sarria

Primer Premio del XXII Certamen de Poesía “Rosalía de Castro” (Casa de Galicia en Córdoba). Ed. Diputación de Córdoba, 2015

Abre el libro una cita de Eugenio de Andrade que lee:

“Es un lugar al sur, un lugar donde la cal

amotinada desafía el mirar.

Donde viviste. Donde a veces en sueños

vives aún. El nombre empapado de agua

te escurre de la boca.”

Son estos versos una invitación a evocar un lugar determinado, el que desea el poeta, y quiere que nos ubiquemos en él para acompañarle en el recorrido emocional que nos irá mostrando su obra; con cada verso nos hará partícipes de los sueños, deseos y realidades que se hacen presentes a través de las 65 páginas que conforman el recorrido de El libro de las aguas, entre poemas y textos poéticos. Sin duda alguna se trata, en un principio, de ese sur donde el autor habita, su ciudad natal, Málaga.

La voz de José Sarria fluye rumorosa y cristalina por todo el poemario, dividido en cuatro apartados de diferente extensión, pero siempre tejidos con poemas, prosa poética y acertadas citas donde va vertiendo, con gran sensibilidad, acontecimientos vividos en su niñez y en su edad adulta, y donde serán protagonistas tanto, ese niño recobrado de infancia feliz en un huerto de macetas y naranjos, como amigos de más al sur, con los que se identifica buscando y encontrando sus raíces más lejanas; además de dedicar versos a personajes específicos, muy destacados de ese histórico y legendario Al-Ándalus.

  1. RAÍZ DEL AGUA o Evocación de la memoria

Da paso a este apartado una cita de Alí Ahmad Said Esber, que se hace homenaje al agua, agua hecha lenguaje y que el autor va a utilizar en su discurso. En los poemas que forman esta primera parte (El Sur, Raíz del agua e Infancia), veremos una hermosa memoria de raíces malagueñas y la clara visión de una casa encalada donde habitan, en perfecta simetría, el huerto, los membrillos, manzanas, flores y naranjos, donde el murmullo del agua de la noria quedará como semilla feliz para la creación del poeta. El agua es vida, lenguaje, es palabra enamorada que lleva al autor hacia cauces de infancia. Es verdad que a cierta edad, yo también lo he experimentado, se vuelve con gran fuerza a las vivencias de los pocos años, a la familia, y ese tiempo pasado se convierte, necesariamente, en tema de inspiración. Volvemos a él con una luz nueva y recordamos, sentimos y creamos, o recreamos vivencias nunca extinguidas. José Sarria, en esas circunstancias, vuelve a su patio de jazmines con palabras tan hermosas como: “Cuando cae la tarde, al final de los años, los recuerdos se inclinan como las ramas de los árboles de un bosque abandonado”, y es entonces cuando surge esa luz nueva que busca aquella otra, la que quedó encendida en el transcurrir del tiempo, y revive con plácida armonía su infancia, aquellas sensaciones e inquietudes; también, el silencio sonoro de su patio de geranios, porque el lenguaje, ahora, se hace presente para el canto.

2.  IDENTIDAD o los mapas de la memoria

Se abre esta segunda parte con una hermosa cita de León Felipe, haciendo alusión a la primera casa, a los orígenes, y es cuando Sarria baja más al sur, y penetra en el mundo árabe a través de tres poemas (Al-Ándalus. Patria y raíz del agua, La tarde y Medina de Fez. El-Bali) con ellos indaga en sus raíces, en los antepasados más lejanos en el tiempo, los árabes, establece relaciones con el mundo islámico y rememora tiempos de mezquitas y madrazas, de surtidores y alcázares, de califas y visires; y este sueño le lleva hacia el esplendor de Al-Ándalus. Repasando esos orígenes avanza por un tiempo centenario, sumergido en ese sueño de la memoria que atrapa para, al final del recorrido, encontrarse con el niño que fue, con sus calles de entonces, con amigos encendidos de aros y trompos. Vuelve a la niñez y escribe: “[…] me acompañan todos los nombres de los que conmigo caminaron, sus viejas cicatrices y el himno de sus sombras […]”. Y siempre hace alusión al lenguaje, al agua hecha palabra con la que irá desgranando sus recuerdos.

Algo le inquieta al creador, que se somete a un ir y venir por el tiempo de la memoria buscando sus raíces. José Sarria enamorado del mundo magrebí, ha sido ponente en las universidades de Fez, Tetuán, Rabat, Casablanca y Túnez. Con sus versos, en este El libro de las aguas, hace un recorrido por algunas de esas ciudades y otras, como, Chefchaouen cantando a sus medinas, sus calles estrechas, los aromas a especias, los colores de la menta, el sésamo, el azafrán, y ese agua poética y viva. Llega hasta otros límites para cantar el disfrute espiritual que se enraíza al escuchar la voz del almuecín llamando al rezo. Todo esto y más encontraremos en sus poemas.

3.- EL TIEMPO SUMERGIDO o los siglos de la memoria

Es el apartado que da más cuerpo al libro con sus quince poemas con diversas temáticas, pero todas relacionadas con el central, el de la memoria y, como en otras ocasiones, nos ofrece diversas citas encabezando algunos de los poemas. En el titulado El recuerdo, al que Sarria define como ‘tiempo detenido’, rescata su juventud, a sus amigos y esa sensación de la gente joven de sentirse invencible o eterna, cuando el futuro se ve lejano e interesa más vivir el presente con intensidad; en Chefchaouen hay evocaciones para amigos marroquíes que viven cotidianamente en sus casas azuladas percibiendo cerca el olor a hachís, donde el autor apunta que: “En Chaouen el olor/del hachís tiene la dulzura/del tiempo detenido […]”. En el poema Puente de Córdoba, el puente cordobés es otro de los elementos de inspiración del poeta y las aguas que lo acarician son la fresca y viva comunicación de la palabra, la sonoridad del lenguaje y así dice: “El puente sigue ahí, con su metáfora de siglos […]”. En Sulamita nos lleva hacia la visión hermosísima de una bailarina, describe sus adornos, el contoneo de sus caderas, la danza con su ritmo, la suavidad de los tules que difuminan su rostro, la percepción de unos ojos de gacela, la atracción del perfume y el deseo de su cercanía. José Sarria canta, con belleza y cromatismo, el paisaje marroquí en su poema Kasbah de Tinehir, donde no faltan dice: “[…] los niños jugando entre las dunas […]” o al cuidado del rebaño de cabras o borregos; trabajos necesarios para el sustento familiar. Tiene versos para las alfombras donde descansan los sueños. Existimos, dice el poeta, a través de los niños de todos los tiempos posibles. En otros poemas de este apartado (Mezquita de Süleymaniye; Los oscuros días; El silencio; No temo a Dios; La sombra de los sueños; Jinete del silencio; Inocencia; Abú Abd’Allah (Boadbil) embarca en Adra; Ibn Zaydun evoca a la princesa Wallada, Nunca fui tan hermosa; Hijos de las estrellas; Tamerza: la ciudad del viento) en todos ellos hay versos claros, transparentes que van al ritmo de las aguas para cantar a la huida, al silencio, a Dios o la muerte; también canta a los sueños, la vida y la inocencia. Hay una atención especial para Boabdil, el sultán nazarita, personaje que ha sido inspiración para muchos creadores tanto en el campo novelístico, como poético, sobre todo si los autores aman, conocen o han vivido cercanos al mundo musulmán compartiendo amistad, costumbres, historia y cultura. Esta circunstancia se da en José Sarria, por eso describe y habla sobre ese maravilloso mundo y así nos cuenta la derrota de Boabdil y su exilio hacia Cazaza, desde Adra, teniendo ante sus ojos todas las aguas y el luminoso azul del Mediterráneo.

Yo también caí en esas maravillosas redes de la evocación poética cuando me encontraba con unos amigos en las playas de Cazaza, lugar del desembarco del rey musulmán, se me ocurrió evocarlo por mis tierras de Granada, produciéndose una circunstancia muy especial de sentir su presencia, inesperadamente, y surgió mi poema Atentado en Cazaza. José Sarria, en El libro de las aguas, escribió: “Miró por un instante el horizonte/y sintió que las olas eran dunas, /sus lágrimas la fiel caballería/sobre la que cruzar aquellas aguas […]”.

Cuando estuve en Cazaza, ante la inmensidad del Mediterráneo, recordé a Boabdil como si estuviera esperándole para verle llegar de ese exilio forzado, como si le divisara de lejos, entonces escribí, “[…] En medio estaba él con turbante de fiesta,/alfanje en la cintura/y un sulham inmaculado de ondear altivo./Con sonrisa triunfante recogió aquella rama/que fiel se desprendió de la copa del árbol./Con ella señaló lugares de la Historia/y en memoria quedose un presente extinguido”.

El libro de las aguas va finalizando con poemas que intentan rescatar un tiempo pasado, no el de José, sino el de reyes que como Boabdil poseyeron tierras en Al-Ándalus. Ahora es Ibn Zaydun que, con sentimiento por lo perdido establece un diálogo con la princesa Wallada y canta su amor por ella. Poco a poco los versos, los poemas, van llegando al final de este hermoso libro de José Sarria. Antes de dejarnos, el autor se aferra a la memoria, a sus antepasados y se pronuncia: “[…] Reconozco mi sangre/en tu arena y en sus lagartos/extendidos, en esta/ciudad del viento”.

Llegamos al IV apartado, Y el Sur…, el más diminuto, tan solo contiene un texto a modo de despedida. Se inicia con una bellísima cita de Ibn Zaydun, muy orientativa, que lee: “Pasa tus ojos sobre las líneas de mi escrito y encontrarás mis lágrimas desposadas con la tinta”. Así, nuestros ojos pasarán por las olas de este libro de José que son, en definitiva, sus versos, y los veremos fundidos o desposados con sus emociones, lágrimas, risas, con sus evocados encuentros. En Huerta del cielo, última reflexión, que cierra el libro, Sarria vuelve a hacerse niño, a pararse ante la vida y mirar más allá de horizontes posibles y ahí descubre nuevamente esa casa encalada, con el patio amado donde abundan los geranios y siente la cercanía del limonero, en cuyas ramas se posan los pájaros que cantan a tanta vida. También habita el silencio y el olor al pan caliente de su madre, mientras alguien pronuncia el nombre de José con ternura, y él, permanece tranquilo y sosegado en esta memoria azul de aquellos días.

Hasta aquí el contenido de un hermoso mar hecho libro, este Mediterráneo que abraza Sarria desde sus dos orillas, la de su Málaga y la de África, la del mundo magrebí más al sur.

Espero haber sabido sumergirme, acertadamente, en las aguas de esta obra para mostrarla a todos vosotros y despertar vuestro interés. Quiero dirigirme a todos cuantos aman la poesía y a los que se acercan a ella por vez primera, para aconsejarles que lo hagan a través de estos versos tan cálidos, transparentes y hermosos, su lectura les aportará sensaciones de paz, armonía y sosiego. Será una forma de conocer mejor al poeta porque, él, es también así, cálido en el trato y sosegado en su andar por la vida, que no le exime de encontrarse con prisas en determinados momentos del año, debido a su gran responsabilidad. Trabaja en muchos frentes a la vez dentro del mundo literario. Pero dejemos a la persona y volvamos a la estética de su voz. Es narrador, poeta y ensayista, tiene el don de la comunicación, su poética es clara y hermosa, con bellísimas metáforas y con acertadas imágenes poéticas, que dan calidad a sus escritos. Huye del barroquismo, se decanta por la armonía y comunicación del lenguaje, postulados que ha seguido para ofrecernos este bello poemario.

Muchas gracias.

                 Encarna León

                                         Marzo, 2018

Apenas hace un año que nos reuníamos para conocer El color de los ritos, libro en el que Encarna agrupó la mayor parte de su obra poética compuesta hasta 2010, detenida y extensamente analizada por José Luis Fernández de la Torre.Sin embargo, desde el año 2000, quedaban en las gavetas de su estudio algunos poemas así como otros compuestos en 2013,que por diversos motivos no formaron parte del corpus mencionado.

Afortunadamente para nosotros lleganahora a nuestras manos en un nuevo libro, prologado por el catedrático Manuel Gahete, e ilustrado con dos bellísimas y espléndidas fotografías en portada y contraportada, tomadas por Rafael Imbroda. Se trata de Rumor de oleajes, precioso título que, henchido a su vez de poesía,proclama lo que son los poemas que encierra: un suave y constante rumor de los latidos del mar que, cual las olas, progresiva y constantemente nos dejarán sentir su melodía. Porque el mar en su inmediata vecindadse convierte en una sinfonía de color que impregnará sus versos, rezumantes a la vez de evocaciones históricas, de yodo y de sal.

Así pues, hallaremos un mar “Azul fuerte, intenso, como la historia /que se ofrece detrás de las murallas”, en “Gaviotas”, el poema con el que se abre el libro, o“azul marino” en “Mágico”, o “azul eléctrico” en “El mar en mi memoria”.En otras ocasiones será el sonido de las olas, o el graznido, también marino, de las gaviotas lo que constituirán el Rumor de oleajes.Sin embargo, del mar no nos llegará sólo una percepción sensorial, sino que su contemplación, no en vano uno de los más hermosos poemas de Salinas es precisamente “El Contemplado”, también motiva a través de él, la reflexión afectiva sobre la historia, entrelazada, cómo no, al tratarse del Mediterráneo, con el mito y la leyenda. Historias que Estopiñán, desde su estatua del Pueblo “nos convoca a recordar”; “esas que permanecen / ancladas a nuestras vidas”, como escribe en “Mercante”, en donde el barco:“Desaparece lento detrás del roquedal/donde altivas murallas cantan/ historias de sitios y soldados”. O como se reflejan en los siguientes versos de “Cuenco de caracola húmeda”, en donde afirma:“Es mi mar un surtidor de espumas/ que eleva en su frescor abordajes/ antiguos de historias y conquistas./ Es inmenso cuenco de caracola /húmeda donde mecen navíos/ recuerdos de evocadas sirenas”.

Sirenas; de nuevo la leyenda, que a su vez se entremezcla con la historia, encarnada en las doncellas, en “Paisaje Mágico”, genial poema en el que Encarna hace gala de su exquisita sensibilidad y de su magistral dominio de una admirable estética sensorial impregnada de bellísimo clasicismo:

“El dorado aparece oferente en cada/ atardecer casi a la misma hora./Viene incendiado con llantos de doncellas,/aquellas que llegaron desde lejanas tierras/ para fertilizar campos de triunfos y derrotas./ Las murallas lo cuentan entre los asperones/ marinos que aún le pertenecen./ Tal vez fueron sirenas siguiendo/ entre las aguas a sus fieles amados,/y quedaron prendidas al filo de la noche/ para historia y recuerdo”.

Lo recordado necesariamente pertenece al pasado y el mar “siempre recomenzado”, al sentir de Valéry, será para nuestra autora motivo de permanente reflexión sobre el devenir del tiempo y la cíclica reiteración de su paso, como hallamos en “Ha llegado el otoño”; o en “Ventanal”, en donde se sorprende el instante con plena consciencia de su transitoriedad, ya que“el día/ se va con mansedumbre apetecida”; así como en “Atardecer”; instante que en “Mágico” se capta por medio del cambio de luz:

En cada minuto la oscuridad/ se adentra misteriosa, y el azul/ marino se torna ya en negrura”.

Otras veces se hace hincapié en el cíclico acontecer, como ocurre en “Visión como milagro”:“El atardecer se presenta cada día/ con su hermosura puesta, con su luz/ deslumbrante, su magia renacida.”Reiteración que volvemos a encontrar en “Descifrando unas horas”:“La ola me reclama con su dulce/ salitre repetido, y acaricia constante/ el tedio mortecino del día que discurre.

En “El tiempo que ahora nos habita” la escritora se sitúa en el momento “del día que se extingue”; y en “Montaña Isleña”, “Ella, la montaña, se desgasta/ en silencio con el paso del tiempo”.Y si la erosión discurre lenta, aunque constante, la fugacidad del instante parece apresurar el devenir, como se evidencia en el bellísimo poema “Estrella errante”:“Parece que fue un sueño que regaló/ la vida cuando todo se hundía por otras/ latitudes. Entonces se elevó entre olas/ para ser en la altura visión fugaz,/ estrella errante o silencio inaudito.”Pero las numerosas reflexiones sobre la huida irremediable del tiempo, precisamente por ello, se convierten en un auténtico canto a la vida, al gozo de la existencia, en el precioso poemita “Sé que vivo”, en el que la captación del entorno motiva la satisfacción plena por la consciencia de su existir: “y yo, toda expectante/ al saber que hoy existo”.

No obstante, en medio de la riqueza poética y expresiva contenida en este librito, repleto de lirismo, existen dos poemas sobre los que me permito recabar la atención de Vs.

Uno de ellos es el primero, “Gaviotas”, aves costeñas inevitablemente unidas al mar y a las que Encarna se referirá en varias ocasiones, pero que en ésta atraerán su mirada con trascendencia reflexiva.En primer lugar, hemos de matizar una pincelada autobiográfica, al considerarlas “vecinas”, habida cuenta de la proximidad de su residencia a la costa rocosa en la que las patiamarillas tienen sus nidales.

Las imaginarias figuras que trazan en sus vuelos, punteados por sus graznidos, se presentan como solemne ceremonial sobre el marco suntuoso de las murallas, ornado todo ello de azul: cielo y mar. Por eso en el tercer verso alude al “espacio que hoy es muy azul”. Melilla la Vieja se intuye con todo su peso de siglos agazapada detrás de las murallas, realidad histórica anclada en la piedra y, por lo tanto, en el tiempo, mientras por el cielo revolotean a su antojo, sin rumbo marcado, libres e incansables, las gaviotas.Su contemplación despierta el irrefrenable deseo de seguirlas en su etérea ascensión, rompiendo las ataduras terrenas:“Entonces surco con alas de cristal/ mi propio tiempo y alargo mi mano sobre/ espumas cercanas que salpican el llanto.”

El otro poema, permítaseme el desahogo emocional, me resulta querido de manera especial, porque a su extraordinario contenido poético uno el recuerdo de escenas reiteradamente vividas en mi infancia. Me refiero a “El copo,” en cierto modo introducido por los versos finales del poema anterior, “Cuenco de caracola húmeda”:“Mi mar es un tesoro de traíña y de jábega/ con delfines dispuestos a la fiesta marina./

Y los copos se vencen en sus aguas/ de escamas bañando las arenas,/ mientras gritan y saltan inquietos/ pececillos en las doradas playas,/ como regalo fresco al comenzar el día.”Se trata de una actividad pesquera que los jóvenes ya no han conocido, pero que a quienes hemos vivido en la costa y contamos ya cierta edad, nos resultan familiares. ¿Cómo no conmovernos ante la evocación del griterío que motivaba el arremolinamiento de la chiquillería cuando oíamos “el copo; están sacando el copo” que alguno acababa de vislumbrar encierta zona alejada de la playa?Aparte de las evocaciones que nos hacen revivir un pasado lejano y tal vez feliz, el poema se encuentra impregnado de salobre sabor marino: la mención de la jábega, su consideración de bajel, el que los pescadores estén “curtidos por vientos y oleajes”, así como la presencia de las gaviotas acechantes sobre las “efímeras vivencias”, preciosa metáfora para reflejar los últimos coletazos del pescado en la arena.Y, sobre todo, la anhelada y emocionante llegada de las redes:“Las redes se estremecen con atuendos/ dispares, plateados, celestes, rosados/ o de un malva traslúcido y radiante.”Espléndido poema, en definitiva,sobre “el rito / inmaculado de los copos.”

No me resta sino felicitar a la autora y agradecerle muy sinceramente que nos permita deleitarnos con este genial librito en cuya brevedad no cabe más bella poesía y con cuya lectura tengo la seguridad de que disfrutarán emocionados todos Vs.

Juan José Amate Blanco

Prólogo a Esta espera de ave, de Encarna León

Tras la publicación de El color de los ritos. Obra Poética 1984-2010[1], que recopilaba toda su obra poética publicada hasta entonces, Encarna León había publicado dos libros de poemas: Fue en Moguer. Una recreación de “Platero y yo”[2] y Rumor de oleajes[3]. Y ahora un nuevo poemario de la autora se ofrece a los lectores: Esta espera de ave.

Fernández de la Torre, en el estudio introductorio que dedicaba a la poeta en la edición de El color de los ritos, ya apuntaba que era una obra (in)completa, conocedor de que la pulsión escritora de la autora mantendría su constante actividad creadora:

            La poesía de Encarna León parte de un principio vital ineludible, ese que se re-produce y transmite en imágenes el yo, un sujeto poético en el que la ‘verdad’ en la escritura se libera de los límites de lo cotidiano. […] La exigencia de escribir, esa que triunfa sobre el silencio o el dolor o el vacío se percibe como sin fin en el fin […]. En cualquier caso, esta presencia del yo implica un doble movimiento: de ‘salida’ de sí y de ‘regreso’ a sí misma, a la subjetividad y al intimismo, mientras que los elementos constitutivos: espacios, temporalidad, deseo, pasión… configuran la singularidad en el proceso donde ‘sueño’ y sentido potencian la poesía. (p. 142).

Y así se cumple. En la nueva entrega que prologamos, Esta espera de ave, encontramos de modo inequívoco la voz singularísima de su autora en los mismos términos que expresara el crítico-amigo. El título del poemario está tomado del poema Sensaciones:

            La butaca sostiene esta espera

de ave y cobija tu esfuerzo

y tu cansancio en estancia de olvido.

 

Al fin te pierdes en los sueños mientras

gozas, inconscientemente, del calor

de ese lugar que siempre será tuyo.

El nuevo poemario arranca con una cita de Jaime Ferrán (“… porque el otoño es el tiempo enamorado nunca puede morir”) y se estructura en dos núcleos: Un juego de inquietudes, constituido por seis poemas, y Con ropaje de adagio, conformado por veintidós poemas, todos con título.

La primera parte, Un juego de inquietudes, funciona a modo de pórtico, y a lo largo de los seis poemas constituye el movimiento de introspección a que aludíamos antes: el yo poético practica un ejercicio de autocontemplación en diversos escenarios espaciales y temporales. Los primeros configuran el ámbito de lo cotidiano y doméstico: el lecho, el despertar y su contorno en El gozo de las sábanas[4]; la cocina inundada por el aroma del café en Un paladar de lluvias y Beber la tibieza. Los segundos, los temporales, incardinan esos lugares en un noviembre marcado por la llegada del invierno y lo gris, la lluvia y el frío, donde la “rutina” y la “pesadumbre”, el “silencio inhóspito” y la “fría soledad” dominan la nostalgia evocadora de otro tiempo.

La imagen más nítida de este proceso de introspección se encuentra en el poema Ante el espejo, donde la mirada del yo poético, tras construir la retórica del ¿ubi sunt? (“Ese rostro ¿de quién es?”, “Aquella sonrisa ¿dónde está?”, “El brillo de estos ojos ¿dónde quedó guardado,/ dónde oculto a los días?”, asume su presente y el paso del tiempo: “No contemples / no dudes / no interrogues. / Es lo que queda de tu andar solidario. / Es el paso del tiempo clavando sus espinas/.”

El poema siguiente, Ese tiempo dormido en la memoria, prefigura un giro que se materializará más adelante, en la segunda parte del poemario. Pero hemos de destacar que por primera vez, en los poemas que comentamos, se expresa poéticamente el deseo de recuperación de lo evocado: “Cómo me gustaría retornar a ese tiempo”, “volver a la ilusión crecida”, “Cómo me gustaría encontrar / ese tiempo dormido en la memoria.” La introducción del tiempo verbal condicional, que pauta el poema anafóricamente, marca el tránsito desde los presentes de indicativo anclados en el tiempo, que eran las formas verbales dominantes en todos los poemas: el yo poético inicia la ‘salida’, ya no se trata solo de nostalgia: se insinúa la escritura como proceso de trascendencia.

El segundo núcleo, Con ropaje de adagio[5], toma el título del verso central del poema Ese brote de música. Se abre con una cita de Luis Rosales: “…hay que hallar la alegría un paso más allá del desengaño” y se cierra con unos versos de Marta Domingo: “Cuando cuente tres / me iré por donde vine, / al son de un aire triste de trompeta”.

En los veintidós poemas que lo conforman, el yo poético reitera esos movimientos de ‘salida’ y ‘regreso’, pero con un tono esperanzado que deja vislumbrar la escritura:

Al fin te pierdes en los sueños mientras

gozas, inconscientemente, del calor

de ese lugar que siempre será tuyo.

Y a veces, incluso la explicita, como lee el inicio del poema La nada o el silencio:

A veces la nada te lleva

a la escritura y pronuncias:

qué bella esta visión ausente

de sonidos, este sol pausado

y lento que asoma, poco a poco,

entre torres dormidas de cansancio.

Qué hermoso el mar azul

que balancea nostálgico los días

de otras playas y el frescor de otros años.

O más adelante, Prisionero en ceguera, que lee:

Los tengo aquí clavados sobre

el papel que escribo, derramando

su luz en un nuevo lenguaje que solo          

yo adivino nacido del silencio.

(…)

Estoy llena de luz, inundada de vida.

En los poemas Imagina y Madurez, por ejemplo, el yo poético vuelve a la introspección nostálgica, marcada retóricamente por la presencia de las anáforas (“Imagina… / Imagina… / Imagina…” o “Cuando… / cuando… / cuando…”), pero la presencia de otros elementos vivificadores (“canciones”, “melodía”) permiten el restablecimiento de un orden que se creía perdido. Así, la presencia de la música, otra constante en la poesía de Encarna León, restituye la armonía vital, como leemos en Ese brote de música: “Albinoni, con ropaje de adagiolleva a la esperanza: es “manantial de luz que ahora acompaña, / destino trazado que vuelca en derramado / canto la dicha y el deseo”. Y lo mismo en Tríptico:

Ha sonado el adagio;

con él te evoco,

te sueño, te amo,

profundamente amor,

profundamente.

El yo poético, en movimientos alternantes, oscila entre la nostalgia, el hastío, la angustia, la soledad, el olvido o el silencio (Perseguía lunas, No es tiempo de llantos, Tiniebla de hastío, De lejos, donde se reiteran las anáforas, el ¿ubi sunt?, junto a hermosas imágenes en contraposición: “No es tiempo de llanto, pero queda / la pena de no ser comprendido”; “…ni la palmera ofrece / abrazos infinitos” , “el vacío se agranda al paso / de los días y ya solo se espera / un abrazo de olvido”; “es tarde de angustia, de soles / macilentos donde rayos no llegan / a caldear los pasos”; “el silencio atravesó las horas”.

Pero de nuevo, a partir de Una canción de olvido, la conjunción de música y escritura, en este caso oída, más la presencia del mar (otro elemento recurrente en la poética de Encarna León) enciende la esperanza y contribuye a restablecer el orden:

Una canción de olvido se ha hecho

presente con su carga de amor

y de esperanza.

Una letra sentida, emocionada,

ardiente, ha puesto en su sitio

historias recobradas.

Habla de playas vírgenes,

………………………..

Evoca mares sembrados de oleajes,

En el poema El roce con el tiempo es la memoria, la evocación del tiempo compartido, comprendido y dialogado lo que aleja la duda y renueva el amor. A partir de ahí, Solo tengo palabras explicita nuevamente la escritura. El poema lee:

Solo tengo unas letras para escribir, amor,

y un mensaje sonoro de canto y esperanza.

“Solo tengo” va pautando el poema y desplegando “miradas”, “deseos”, “días futuros”, “palabras y canciones de cuna” hasta llegar a los versos finales:

Amor,

solo tengo ternura al filo de los labios

y con ella te ofrezco este abrazo infinito.

Los dos poemas que siguen y cierran el libro no hacen sino confirmar ese restablecimiento a que aludíamos: felicidad y vuelco comienza:

De nuevo se ha llegado

y todo ha sido un vuelco

de dicha recobrada.

 

Ese halo de vida confirma que el yo poético se ha instalado con firmeza en la escritura:

En esta circunstancia que ahora

me acompaña, no sé si soy demonio,

perdido caminante o ente sin contornos.

 

Y me siento crecer unas alas al viento

por los cuatro costados, porque

al fin se dibuja exacta mi figura.

 

Soy ángel de este tiempo, que emigra

presuroso y alcanza las alturas.

Ya lo anunciaba José Luis Fernández de la Torre en el estudio introductorio a la Obra Poética de Encarna León que citábamos al principio:

[la escritura] solo existe más allá de la ‘autobiografía’ quizá en la trascendencia y reflexión en ‘recuerdos’ de una memoria transcrita a pesar de los ‘blancos’ de la página o los silencios tras o alrededor del ‘ruido’ exterior. Vivir o re-vivir en el ‘negro’ del poema, en la tinta del texto significa poder salir del abismo y de la nada o, si se quiere, poder restablecer un orden que se creía perdido y, sobre todo, obliga a poseer esa lógica lírica de la belleza, la conciencia implacable que construye la armonía del canto. (Pp. 142-143)

Una vez más Encarna León lo ha conseguido en este libro. Y sin duda seguirá construyendo ‘belleza’ y ‘armonía en el canto’ en los poemas aún inéditos que ahora se encuentren en fase de elaboración.

  María del Carmen Hoyos Ragel

[1] Encarna León: El color de los ritos. Obra Poética 1984-2010. Introducción: Encarna León o el “mundo cantado”, de José Luis Fernández de la Torre. Melilla: Ciudad Autónoma de Melilla. Consejería de Cultura y Festejos. Servicio de Publicaciones, 2016.

[2] Melilla: GEEPP Ediciones. Consejería de Educación y Colectivos Sociales. Ciudad Autónoma de Melilla, 2014.

[3] Melilla: GEEPP Ediciones, 2017.

[4] Fechado en Melilla, 2000, se trata del único poema publicado con anterioridad y rescatado por la poeta para incluirlo en este libro. En la edición de El color de los ritos. Obra Poética 1984-2010 ya citada, aparecía en la sección Poemas Dispersos, pp. 595-596. Se publicó por primera vez en Pliegos poéticos. Actividades del III milenio. Semana de las mujeres. Melilla: Consejería de Educación y Mujer, 2000, p. 5.

[5] Con el mismo título y los veintidós poemas que lo componen, la autora fue finalista en el IX Premio de Poesía El Ermitaño en el Puerto de Santa María (Cádiz) el año 2008.

Como el agua que fluye por las venas del mar y que no cesa es la poesía. Sube a la cresta de las olas (risas de los mares las llamó Esquilo) o se abisma en las profundidades de coral y silencios. Estallido de lluvia en otoño o sol abrasador en el estío, así la poesía se adentra en los bosques y en los pájaros vuelo es. En lo absoluto existe, principio y fin, luz y sombra al mismo tiempo, alegría y tristeza, cara y cruz de la misma moneda, hondo silencio trascendido. Una música que se clava tal cuchillo en el pecho y que ensordece y nos nubla y enloquece hasta no ser nada y todo.

Poesía es un ave que espera la vuelta de sus crías y es rito en la entrega amorosa, y un dulce fruto, sin duda, en la voz de la poeta Encarna León (Granada, 1944). La poeta, aunque nacida en Granada, reside en la ciudad de Melilla, cuyo gobierno homenajea con la creación en el año 2000 de un Certamen Internacional de Relato Corto que lleva su nombre y mantiene en la actualidad. Su obra es extensa, con trece títulos de poesía y tres de narrativa; su poesía reunida hasta ahora se halla en el libro El color de los ritos. Obra poética 1984-2010, lo que nos da una idea de su incansable labor en pro de la literatura, y en concreto de la poesía. Asimismo pertenece a las asociaciones Colegial de Escritores de España, Andaluza de Críticos Literarios y de Humanismo Solidario. Su último libro Esta espera de ave es el que hoy traemos a este espacio. La madurez poética de Encarna León está de sobra demostrada por el ya largo camino recorrido y por la calidad de su obra, influenciada por la mejor tradición clásica y su renovada concepción de la poesía como instrumento no solo de transmisión de conocimientos, sino de la vital trascendencia de la palabra y su esencia emocional.

De una primera lectura de Esta espera de ave hallamos una plena sensación de paz y armonía en comunión perfecta y amorosa con la Naturaleza en su más amplio sentido. Asiste a la poeta una continua melancolía, un hálito que embarga su espíritu y hace que su mirada hacia el pasado sea el motivo principal para construir un universo propio donde el Amor y el Tiempo son los asideros, los pilares que sustentan su particular concepción de la poesía, donde la Belleza también ocupa un lugar de relevancia. Parte Encarna León de lo cotidiano para crear otro mundo en el cual el yo poético trasciende hasta convertirse en otra realidad, como así lo expone Fernández de la Torre en su estudio sobre la obra reunida de la poeta:

«La poesía de Encarna León parte de un principio vital ineludible, ese que se re-produce y transmite en imágenes el yo, un sujeto poético en el que la ‘verdad’ en la escritura se libera de los límites de lo cotidiano».

Esta espera de ave contiene 28 poemas divididos en dos partes, a saber: Un juego de inquietudes y Con ropaje de adagio, a las que precede un prólogo de María del Carmen Hoyos Ragel, que nos aproxima con rigor a los poemas contenidos. Destacaría de este poemario su lenguaje, sencillo y cercano, esa cierta nostalgia en la mirada, la natural cohabitación de forma y fondo, tanto por uso de recursos retóricos (anáfora, aliteraciones, oxímoron, metáfora, paralelismos, etc.), como por la temática muy en su línea de libros anteriores; el amor por encima de todo, el paso del tiempo, y la mar al fondo, siempre. Ya desde el título del poemario viene a confirmar dichas circunstancias. El ave como símbolo de la libertad, de su majestuoso vuelo hacia todo lugar, y también de la naturaleza, y el tiempo en la continuada “espera” de un tiempo que pasa y nos deja sus huellas, sus cicatrices, sus soledades y silencios:

«A veces el silencio te otorga / una liturgia de sueños encontrados / al pasear caminos con sus duendes / prendidos al filo de un deseo».

Y todo, a su vez, envuelto en la sedosa forma del amor:

«Cómo me gustaría retornar a ese / tiempo de escalofríos tenues. / de jilgueros cantando en el centro / del pecho. // Cómo me gustaría encontrar ese tiempo / dormido en la memoria. // Cómo me gustaría conocerte de nuevo».

Encarna León ahonda en la naturaleza de las cosas sencillas y cotidianas para descubrirnos otras realidades, otras verdades, quizá las de un yo que es otredad en sí mismo, que necesita del tú y el nosotros para ser y estar en el mundo que ella misma edifica cada día desde su más sentida soledad, de saberse en la espera y esperada:

«La butaca sostiene esta espera / de ave y cobija tu esfuerzo / y tu cansancio en estancia de olvido».

Y es por ello que su voz se alza hasta las nubes y las estrellas, y en ellas vive, como el sueño en las noches de otoño, al compás de una música que se repite como un eco y adormece los sentidos nutriendo de esperanza  todos los miedos que el tiempo ha ido sembrando:

«Ahora, cuando se ven caer / las hojas finales de los años / en ramales imprecisos de vida, / cuando los ojos perdieron su luz / y su armonía y piden un milagro / para cruzar las últimas estancias, / ahora, el miedo es el más ferviente / amigo, el que siempre acompaña, / y no quiere dejarte completamente / a solas perdida en esa melodía».

Pero siempre, antes, durante y después del camino, el Amor (de y con Rafael) salvador de abismos:

«Amor, / solo tengo ternura al filo de los labios / y con ella te ofrezco este abrazo infinito».

Poesía y emoción en la voz singular y clara de Encarna León.

José Antonio Santano

“Fue hermoso ese tiempo, / aquel que se bordara con fulgores / azules …/… donde todos brotáis en rescatado / canto”. Estos son los versos que, a modo de frontispicio, abren este poemario intimista, reflexivo y personal, de la poeta granadino-melillense, Encarna León.

Nos enseñó el poeta Jaroslav Seifert que, “recordar es la única manera de detener el tiempo” y es este el recurso que va a utilizar nuestra escritora, para anular el conjuro del destino y hacer posible el prodigio de la resurrección, a través del extraordinario acontecimiento que se materializa en la luz de su universo lírico, en donde ausencia, dolor y recuerdo se engarzan y se constituyen como material poético desde el que elevar un estandarte, el lugar común de la memoria, por donde transitan los padres, Braulio y María, su hermana Loli, el abuelo Juan o los amigos que se encuentran en esa muralla por donde la autora “quiere ir en busca de otro tiempo”.

Una etapa vital que fue pasado y que se hace presente a través de la experiencia vivida y el acontecer de los días y que, ahora, universalizada gracias al milagro de la constitución poética, han dejado de ser fragmento de la vida personal para eclosionar en realidad transfigurada y compartida.

Escribía el poeta sevillano, Francisco Basallote: “Casi todo perdimos / en la batalla / del tiempo, / desde su recuerdo / salvamos solo / instantes teñidos de sepia / que en fugaces destellos / vida recobran. / Casi todo perdimos. / Tan solo / nos salva la memoria”. Así es, también, en el poemario que ahora descansa en las manos del lector, ya que estos intensos e insondables poemas significan un canto dolorido, casi elegíaco, a otro momento más sosegado, más quieto, pero más impetuoso que el actual y que la poeta ha descubierto reposado, calmo, en el salón de la memoria, en el abrevadero blanco de los años pasados, en las canciones navideñas de unos niños encendidos, en las madreselvas del abuelo que expandían su cálido perfume por la tapia del huerto, en las caminatas junto a la Carrera del Darro, en las carpetas de Loli que contienen tesoros musicales, en el frondoso jardín de la Concepción o en los poemas de Miguel Fernández: Arcadias donde encontró, generosa, la felicidad y que aportan sentido e interpretación a la existencia, universos donde el tiempo se estanca para dar paso al prodigio de la inmortalidad, gracias a la resurrección que se esconde en las palabras.

La lectura de estos poemas va a suponer el descubrimiento de un mundo, que todos, alguna vez, creímos malogrado y que es salvado, rescatado, a través del deslumbramiento de la palabra lírica.

Encarna utiliza el recurso memorístico para rebelarse frente al destino, conjurando el extraordinario acontecimiento del regreso a los días dichosos, materializados a la luz de la memoria (“a veces la memoria sorprende / con un pavor de siglos”), para recomponer las costuras que hilvanan lo mejor de toda una vida, momentos que se componen, fundamentalmente, de estampas detenidas en la morada de los años felices.

La armoniosa cadencia con que está escrito el poemario me hace recordar el suave rumor de las olas sobre los acantilados de Aguadú o el gorjeo de las aguas bajando por las acequias de la Alhambra. Esa templanza rítmica confiere a La obra la eufonía necesaria para acompañar a la voz poética, sustentada sobre un lenguaje claro y preciso, de tonalidad asequible, encastrada con magníficos heptasílabos, endecasílabos o alejandrinos armónicamente elaborados, donde el verbo late acerado y el sustantivo se hace plástico y se estiliza mediante encabalgamientos espléndidos, constituyendo un texto hondo y repleto de emotiva intensidad, hermoso en su planteamiento, rebosante de una especial sensibilidad, cargado de delicadeza, intenso, arriesgado (por cuanto puede tener de personal, pero superando con creces lo anecdótico) y construido en la frontera de la épica de lo cotidiano, donde la poeta convierte en horas calmas el tiempo vivido: “Vas y vienes con una constancia / de amor renacido, / creando la urdimbre que nos abraza / siempre a pesar de los años”.

La historia no es un mero acta notarial de la vida de la escritora, ni una crónica o una simple autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de los recuerdos, de donde van emergiendo imágenes, experiencias, la alquimia de la existencia o el sabor doliente de quien ha sufrido, en el proceso de búsqueda que significa vivir, la travesía de aquellas lejanas islas que habitan suspendidas en el tiempo: en definitiva, un viaje iniciático hacia el interior para universalizar los sentimientos que atraviesan los días y sus horas.

Nuestra poeta es un ser que ha ido entrando y saliendo del salón de la memoria, atravesando el laberinto del tiempo, para recorrer con el paso de las páginas un álbum lleno de estampas que, a modo de impresiones, han quedado grabadas en el corazón de quien ha adquirido la madurez precisa y las contempla como un todo gracias a la evocación de la niña que le mira desde el otro lado del espejo para rescatar los paraísos perdidos.

Encarna León irá desgranando la visión de la realidad que perdura en el recuerdo para hacer fabulación de lo adyacente y conjurar el milagro, a través de esa dicotomía que late entre el ayer y el hoy, entre el olvido (muerte) y la memoria (vida), aceptación de nuestra sustancia, admisión de nuestra débil condición y con ella de la heredad que reverbera en la propia existencia, bajo la conmoción que supone la ausencia de los seres queridos, haciendo, desde esa terraza, trascendencia de lo cotidiano.

Y aquí reside la grandeza de este libro, pues con la utilización de materiales sencillos y nobles, bajo el amparo de imágenes ligeras y palabras gráciles, nos introduce en una senda de revelación, connotativa, casi de mística urbana, que deviene en un texto que transita, íntegro y meditativo, por la indagación reflexiva para cuestionarse, para cuestionarnos, acerca de la fugacidad de nuestra existencia: “Te pido que regreses con un fulgor / prendido al silencio que habita / en mis versos de hoy; y en esta soledad que el poeta se forja, / nos vengas a mostrar esa cara de Dios / que aún desconocemos”.

 

José Sarria

Secretario de la Asociación Colegial de Escritores de España

Sección Autónoma deAndalucía

                                   Rumor de oleajes de Encarna León

                                                           PROEMIO

“A todos nos ocurre, / que ya estamos cansados / de ver cada mañana el rostro reflejado / en el mismo lugar… y te planteas de nuevo pasarte por la vida / –lo que te queda ahora– / con un nuevo disfraz, / y decides ser otra”. Alguien que se declara con el ánimo vivo de cambiarlo todo en un instante tiene todas mis complacencias, porque este yo poético veraz y tan humano rememora los versos estremecedores de Rudyard Kipling que han inspirado siempre mi obra y mi vida: “Si vuelves al comienzo de la obra perdida, / aunque esta obra sea la de toda tu vida. / Si arriesgas en un golpe, y lleno de alegría, tus ganancias de siempre, a la suerte de un día; y pierdes y te lanzas de nuevo a la pelea, sin decir nada a nadie de lo que es y lo que era (…) todo lo de esta tierra será de tu dominio. Y mucho más aún, serás hombre, hijo mío”. El impresionante poema del escritor británico nacido en la India justifica esencialmente el valor de la poesía, a la que se llega por el desprendimiento del mundo, por la abstracción de lo sensible que no implica su exclusión sino, muy al contrario, lo potencia, lo exalta y lo enaltece.

Encarna nació en Granada y en el bullicio del familiar huerto de celindas enjuagó el barro de su infancia. En su poesía más íntima, evocará la memoria entrañable de los abuelos, “cercanos, incendiados de amor, sencillos, generosos”; y el juego inquieto de sus hermanos Antonio y Juan en el patio encalado. No debió ser fácil (para una niña acostumbrada al hogar “donde la abuela encendía gozosa el carbón del invierno. Y todo era sencillo”) el traslado del padre a Melilla que se convertiría finalmente en su ciudad de destino. Allí nuestra escritora estudia, se casa con Rafael Imbroda, mentor excepcional y vivamente preocupado por la cultura, educa a sus tres hijos y trabaja como docente hasta que decide jubilarse para dedicarse integralmente a la familia y la literatura, aunque esta opción tan personal ya la había adoptado Encarna mucho antes, en 1980.

Gran parte de su producción literaria, en la que se alterna poesía y prosa, aparece traspasada por el embrujo de las dos orillas. Sin olvidar los rosales aventados de la legendaria Granada, poco a poco, Melilla va empapando los huesos y el alma de la escritora andaluza, hasta el punto de considerarse melillense de adopción. En repetidas ocasiones, la ciudad se convierte en tema capital de sus poemas: “Llega el tibio aroma de tu nombre: Melilla”. “Ascuas me navegan escondidas / cuando a tu lado llego”. “Melilla eleva al cielo su sonrisa de ave mensajera (…) / cuando besa la aurora de otros tiempos”.

Porque hemos acompañado a Encarna y Rafael por las tierras allende del estrecho, sentimos en la piel el ardor de sus cálidas arenas, pero sobre todo “la miel / de la amistad sencilla, pero fecunda siempre”. Como certifica Encarna, en la materia viva de sus versos, “tras la frontera (…) / supimos apreciar el valor de lo humano”. Esta adhesión y afecto demostrables, unidos a su vasta producción literaria, ha propiciado que el Certamen Internacional de Relato Corto creado en 2001 por la Consejería de Educación, Viceconsejería de la Mujer de Melilla, lleve su nombre, llegando a ser en la actualidad uno de los más prestigiosos en el ámbito del hispanismo. Encarna es presencia habitual en la prensa y televisión melillenses. Entre 1996 a 2006 dirigió el espacio literario “Artificios” en Radio Melilla de la Cadena SER. Y en esta línea colabora eficazmente con los más relevantes organismos oficiales de la ciudad autónoma: Consejerías de Cultura y de Educación y Viceconsejerías de la Mujer y de Turismo. Es miembro de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos desde 2003 y de la Colegial de Escritores de España desde 1988, habiendo sido designada delegada territorial por Melilla de ACE-Andalucía en la nueva directiva elegida en enero del año 2014.

Conforman su obra poética: Este caudal de mis palabras mudas (1984), La sentida armonía (1986), El vuelo de una sed (1988), Helena (1990), Sobre cristal desnudo (1994), Artificios de otoño (1995), Caudales de alborozo (poemas de la Navidad melillense, 1996), …Y te vas al Padre (1998), El huerto de celindas (2000), Donde navega el sueño (2000), Colección Peques (diez números de poesía infantil de tres a seis años, 2005), Como una música (sonetos, 2006), Tiempo de signos (2006), Lluvia de aljófar (2010), Querubines (poemas de Navidad para niños, 2010).

En su obra narrativa destacamos los relatos “Un sueño de gaviotas” (1999), “Diario de una ausencia” (2000) y los cuentos Estatuas de marmolina (2002), Gervas, el lobo bueno (2003), así como la colección Historias de Julia (compuesta por cinco títulos de narrativa infantil, 2008) y la novela breve La sonrisa de Ana (Historia de posguerra), publicada en 2013. Otros trabajos destacables son la letra del “Himno” para el IES Miguel Fernández de Melilla en 1997; el acto de desagravio a la Virgen de la Soledad, “Camino de soledad”, en 1998; y el Pregón de Semana Santa, “Jesús me ha llamado”, en 2003, siendo la primera mujer requerida por la Agrupación de Cofradías de Melilla para tal fin.

Y será también acreedora del primer galardón de “Melillense distinguido” que otorgará la Casa de Melilla en Granada, su ciudad en lejanía pero siempre en espera, con motivo de su VII Aniversario Fundacional. Su dilatada e incesante carrera literaria aparece tachonada de premios y reconocimientos: En poesía, obtendrá en 1980 el premio Peliart, primero de muchos que vendrían posteriormente y le prestó el ánimo preciso para seguir escribiendo, consciente de saberse reconocida en la opinión de expertos escritores. En 1982, obtiene el primer premio regional para Autores Noveles, convocado por el Ministerio de Cultura; en dos convocatorias sucesivas (1998 y 1999), el primero y segundo premio Pedro de Estopiñán en Valencia; y, 2004, el primer premio Figuras Alegóricas, convocado por la Consejería de Cultura de la ciudad autónoma de Melilla, donde volcará toda la riqueza personal e intelectual que destila. Ha sido asimismo finalista en diferentes certámenes como el internacional de poesía y narrativa, Horizontes Literarios, en 2001, convocado en la ciudad argentina de Córdoba. En 2005, hará doblete como finalista en el I premio Plumier de versos de Sevilla y en el III premio Caños Dorados convocado en la localidad cordobesa de Fernán Núñez, consiguiendo en 2008 quedar finalista en la convocatoria del IX premio El Ermitaño del Puerto de Santa María. Sus trabajos han aparecido en varias revistas literarias nacionales como EntreRíos (Granada) y Tres Orillas (Algeciras); y muchos de sus poemas han sido recogidos en antologías nacionales y extranjeras como Roquedal azul. Antología de poesía melillense (2010) y Versos para Melilla. Itinerario Poético (2011). En el año 2009, la Revista Intercultural Tres Orillas (nº 13-14), editada en Algeciras (Cádiz), al cuidado de Paloma Fernández Gomá, le dedicará, en el apartado “El autor y su obra”, un emotivo homenaje.

En el primero de los estudios que se le dedican en este monográfico, firmado por Susana de los Ángeles Medrano, Encarna manifiesta sus preferencias literarias: los grandes clásicos, el romántico Bécquer, el modernista Rubén Darío, los poetas del 27, la argentina Alfonsina Storni, el melillense Miguel Fernández y algunos de los actuales como el valenciano Jaime Siles, la almeriense Ana María Romero Yebra, la madrileña Luz María Jiménez Faro o la cordobesa Juana Castro; sin embargo posteriormente confiesa que será con Artificios de otoño (1995) cuando descubra su “propia voz”, esa voz personal que le reclamaba su amigo y gran poeta Miguel Fernández, “libre de toda influencia producida por las lecturas o consejos de otros escritores”; declaración que concita rebeldía y ternura para ganar en profundidad de pensamiento y vigor expresivo.

Aunque sostengo que es imposible desasirse de todo lo heredado porque subyace en la materia de la que se forja lo adquirido, sí es cierto que llega un momento en la escritura, como quizás en la vida, en que la acción pretende responder al pensamiento, creyendo entonces posible adecuar la idea a la palabra, aun conociendo en el fondo la poderosa dificultad de someter el idioma rebelde y mezquino, al que lo entregamos todo y solo nos devuelve, de vez en cuando, alguna ráfaga de perdurable luz: “Mi vida, ¿para cuándo?”. Advierto en el contundente final de esa “Letanía reflexiva” un azorado amargor, no muy distinto al que sentimos los seres humanos, cada uno engolfado en sus propias quimeras, ansiando lo posible y lo imposible.

Ciertamente, en la poesía de Encarna subyace un inequívoco clamor que nos advierte sobre la desarmonía de la condición femenina, el ingénito esfuerzo por avanzar en un sendero plagado de añagazas y prejuicios: “Mi conciencia y yo / cuánta lucha diaria / mantuvimos silentes”. Pero Encarna no se postula como una feminista belicosa; en su palabra se justifica la razón de ser de una mujer que pide ser reconocida como tal en su debilidad y su pujanza, en su ardor y su hielo, en su braveza y su ternura, en su necesidad y su entrega. Este deseo equilibra el fiel su palabra: “Me he puesto a escribir / por ver si con los versos / curaba mis heridas”. La soledad, el desamparo, el irreparable paso del tiempo nos acucian, pero esto no priva a Encarna –que, en nada es ajena a lo humano– de cantar a la vida, a la naturaleza, de mantener erguida la fe y la esperanza.

En el espléndido trabajo que José Luis Fernández de la Torre realiza sobre la obra de Encarna León, el crítico advierte cómo la hiperbolización de lo femenino entiba el universo doméstico de la escritora. Las circunstancias exteriores condicionan el espacio interior quebrando la armonía y provocando la angustia. La disyuntiva entre lo femenino y los roles que esta calidad entraña provoca reflexiones capitales que se expresan a través de un lenguaje evocador y límpido, pleno de sugerencias y emociones contenidas, un espacio original que sigue fluyendo incontenible.

Como la de todo gran escritor, su vida se yergue sobre la pasión de las palabras que la conducirá siempre. No hace mucho me llegaba un extraordinario volumen compilador de toda su obra poética, titulado El color de los ritos. Obra poética 1984-2010, con un documentado y exhaustivo estudio de más de ciento treinta páginas firmado por José Luis Fernández de la Torre, catedrático de Lengua Castellana y Literatura y exdirector provincial del Ministerio de Cultura en Melilla, que culmina acercándonos a los dos ámbitos que trazan el mundo lírico de Encarna León, Granada y Melilla, “en torno a un yo configurado por la memoria y la nostalgia”.

Si conocierais el lugar en Melilla donde transcurre la mayoría del tiempo vital de Encarna León, comprenderíais perfectamente el universo poético que envuelve Rumor de oleajes, un canto cósmico al horizonte ácueo donde la vida nace o se destruye con su poder paradójico y omnímodo: “En azul eléctrico la tarde tiñe este mar / compañero que, a diario, me ofrece / un inmenso mensaje de paz y sobresalto”. Poseidón regresa de su letargo ácueo en los versos de Encarna para mostrarnos cómo, desde el origen del mundo, su poder demoledor y balsámico ha marcado el destino de la humanidad, contendiendo con el poderoso Zeus, su belicoso hermano, en infatigable hostigamiento: “un sueño / de espumas el que acaricia ahora / con disfraz de dulzura, para empujar / voraz al más profundo abismo”.

Una cita del poeta alicantino Antonio Porpetta, enamorado del infinito piélago como nuestra poeta granadina, anuncia el título y el tono del poemario: “el mar es una extensa / llanura de abandono, / un repetido miedo su oleaje, / una sonora cárcel su rumor”. La palabra nos identifica. No somos lo que decimos sino decimos lo que somos. Y Encarna asume en su poesía el clamor romántico que aúna naturaleza y hombre, en densa concepción bíblica, porque, en su verbo limpio, humanidad y paisaje se integran sin aspereza, conviven en armonía, se levantan como bloques complementarios ejerciendo acciones coadyuvantes, ríos que desembocan en el mar común de la existencia: “Entonces surco con alas de cristal / mi propio tiempo / (…) / un corazón es el que vuela al compás de las aves”.

Memoria y tiempo son goznes indefectibles en la poética de Encarna León. Así el tempus irreparabile fugit marca su producción poética pero en ningún momento lastra el entusiasmo de vivir: “Las casas hechas ascuas / el monte en su silencio/ la cruz en abandono (…) y yo, toda expectante, / al saber que hoy existo”. El paso del tiempo se acepta con placidez, el otoño vital con benevolencia, como la naturaleza asume su mudanza en el tránsito de las estaciones, aunque no sumisamente porque en esta aceptación de lo inexorable se alza el clamor manriqueño del ubi sunt con su azar irremisible: “Pero las horas ¿dónde fueron? / ¿Dónde recuestan su silencio fresquísimo?”

¡Qué creador no ha sentido la necesidad de trasladar a cognición poética las emociones del alma! Tanto aquellas que nos estimulan positivamente —el amor, la paternidad, los afectos— como las que nos arrastran a los abismos del dolor —el materialismo, la soledad, el olvido—. Estos sentimientos se van engranando en el poema para forjar un entramado temático axial que se ramifica en escenarios adventicios pero no por ello menos capitales, porque explican o revelan con diferentes matices las magnitudes esenciales y aportan el color necesario que todo buen poema necesita a fin de crear un universo propio, donde lo empírico se abstrae y se materializa lo sentido. No hay más que explorar en los procesos enumerativos del poema “Atrapada en el paisaje” para comprender esta traslación metafórica de la vida a la palabra, de lo entrañado a lo ecuménico, de lo cotidiano a lo intemporal.

Homérica es, sin duda, la poderosa atracción del mar y su magia inasible donde se concitan las leyendas de Ulises y el duro trabajo de los pescadores, “hombres curtidos / por vientos de poniente y levante”, que apenas duermen “vigilando las redes”, que se arriesgan en la penumbra, el vaho nocturno y el silencio, para no obtener en demasiadas ocasiones el fruto debido a su trabajo, lo que ocurre tantas otras veces con la incierta vida de los seres humanos, referente hipertextual y suprametafórico que traspasa toda la poética de nuestra escritora: “El copo se ha disuelto entre / las olas, como la vida misma / se disuelve en el tiempo”. Y, en este encuentro o desencuentro entre la realidad y la ficción literaria, surge humanamente próvida la tragedia inhospitalaria de la inmigración: “cuando llegue el momento en que las olas / callen de una vez para siempre / sus tristes canciones de pateras”.

Porque Encarna no se olvida de proclamar en su palabra poética el amor y la esperanza. El amor que nos remite a las cantigas galaicoportuguesas de las mujeres que esperan el regreso de los navegantes y que se convierten en heroínas, “novias del mar en busca del amado”, evocando los vestigios idealizados de los poemas épicos que cantaron los azares de los héroes: “Tal vez fueron sirenas siguiendo / entre las aguas a sus fieles amados”. Y la esperanza que funda en el mágico embrujo del mar, donde riela la luz, el destello de todos los barcos que van y vienen en libertad de un país a otro, sueño posible pero ciertamente improbable mientras nos separen fronteras y convenciones. Pero siempre el amor y la esperanza, porque, como recita Rafael Guillén, ese poeta andaluz tan cercano y tan cósmico, “no es frontera el mar por este canto. / Solo es agua, y el agua como el llanto / une a los hombres más que los separa”. Desde ese interior invisible que puja por evadirse de todos los encierros, Rumor de oleajes se nos descubre culminado, aunque a partir de ahora es cuando se abre a la dimensión de lo visible.

                                                           Manuel Gahete Jurado.

                        Catedrático de Lengua y Literatura.

Presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España.

                                               Sección Autónoma de Andalucía.

 

                                 

 

                                 

ENTONCES EMPEZÓ EL VIENTO

José María García Linares.

Antes que nada quisiera manifestar un pensamiento, me ha surgido al iniciar este acto de presentación de Entonces empezó el viento. Es el siguiente: No me veo aquí, en la mesa junto al autor, sino entre el público con los ojos clavados en quien debería estar presentando la obra. Me refiero a José Luis Fernández de la Torre, a quien tanto queríamos Josemari y yo, y otras muchas personas. Él realizó el prólogo bajo el título, “José María García Linares o el deseo de los nombres, y la nostalgia de la palabra frente al olvido”, lo realizó un día ya lejano, antes de que nos dejara definitivamente el 13 de enero de 2018, fecha muy triste para todos.

Este encendido recuerdo no lo podía silenciar. Dicho esto, continuemos.

La obra consta del mencionado prólogo y de tres partes, cuyos títulos son “Muchos años después”, “Murmullo de geranios antiguos” y “Espejismos”. Yo diría que se corresponden, en el mismo orden, a la soledad, la palabra y a Melilla. Aunque los tres elementos se significan a lo largo de toda la obra.

Entonces empezó el viento lleva una cita inicial de Fernando Pessoa que lee: “Siempre fue así mi vida, y así es como quiero que pueda ser siempre” y a continuación José María nos indica que él quiere ser: “Palabras / ordenadas en poemas, /una vida de papel. / Una hoja que respira”. Ciertamente el poeta se identifica en la escritura y la necesita para vivir y comunicarse. No se reconoce de otra manera ante la vida. He aquí el porqué de ofrecerse en este poemario a todos nosotros, a todos los lectores posibles. En otro momento afirma: “Soy lenguaje al borde del abismo”

Coincido con Fernández de la Torre, en su prólogo, en la constante presencia de García Márquez y sus Cien años de soledad, en esta obra, así como la evocación de algunos de sus personajes a través de los versos de García Linares. Referencias que pueden observar detalladamente cuando lean Entonces empezó el viento.

De mi amistad con Miguel Fernández, otro amigo común, recuerdo, con frecuencia, muchos momentos de ocio, amistad y los relacionados con la cultura. Con respecto a estos últimos, los momentos culturales, seguí sus consejos cuando iniciaba mi andadura por la literatura, por la escritura. Me decía Miguel:

“En poesía todo está dicho. El poeta, desde siempre, ha escrito sobre los mismos temas universales: el amor, la amistad, la familia, la naturaleza, la soledad… y sobre sus circunstancias personales. Lo importante es escribir, comunicarlo de otra manera, con personalidad, para que el tema cantado resulte nuevo, original”.

Y descubro que estamos José María y yo escribiendo sobre estas cosas sin habernos puesto de acuerdo. Al escribir sobre la soledad elegimos, los dos, para referenciarla en nuestra obra, una cita de María Zambrano que dice: “Escribir es defender la soledad en la que se está”; esta misma cita la incluí en mi libro, inédito, “Gardenias para ti”; o como se pronunció Leopoldo de Luis en su poema La Soledad: “Llegó la soledad, y no me he muerto. / La soledad me abre su desierto / y me quedo a vivir entre sus brazos”, versos de su libro Cuaderno de San Bernardo.

García Linares lleva, como sustento y base de esta obra la soledad. Si leyésemos las palabras de Zambrano, las de Leopoldo de Luis, las de García Linares y las mías, podríamos observar los distintos matices, tan diferentes, de esa soledad cantada por cada uno de nosotros y recordaríamos así las palabras de Miguel Fernández, que cité anteriormente. Debo manifestar, públicamente, mi asombro por la forma de expresión de este joven poeta ante este tema vital. Observen. Leo unos versos de su poema “Centenaria soledad”:

[…] “Cuando arrase la lectura este poema / y contemples mi reflejo en el vacío, / no dejes que el olvido me triture. / Vuelve a mí, a mi palabra, / a esta centenaria soledad / siempre a la espera”. Impresionante pronunciamiento.

Coincido también con el poeta en otro tema, incluido en esta obra, que es común en la poesía, en nosotros los poetas, los que abandonamos, por distintas razones, la tierra que nos vio nacer; es el de la añoranza por el terruño, por el tiempo feliz de una infancia y/o adolescencia transcurrida en lugares, ahora lejanos, tanto física como emocionalmente. Siempre van a estar ahí, muy dentro de nosotros y, a veces, la memoria empuja y los saca a flor de piel, y es entonces cuando el poeta necesita cantarlos. Son las raíces, la infancia, la tierra, nuestra ciudad. García Linares vuelve a ella a través de los versos con los que va confeccionando poemas de encuentros, vivencias, nostalgias que anidan muy vivas en algunos lugares de su Melilla. A modo de ejemplo, unos versos de “Sagradas escrituras”:

[…] tus manos escriben en mí / la historia perdida del tiempo, / palabras de acuarela en el costado, / jazmines de salitre en las pupilas […]

La lectura de estos versos me traen la presencia de otro amigo muy querido, Eduardo Morillas con sus marinas, sus acuarelas, las mismas que se encuentran colgadas en muchos hogares melillenses, que también serán memoria del pintor y la ciudad.

García Linares siente y evoca esa nostalgia desde las dos orillas, desde su infancia melillense que conforma el pasado y la orilla canaria de su realidad actual, y así escribe: ”Ya no hay ley que oprima mi memoria / ni lava que calcine aquellos sueños”.

Hace un ejercicio de madurez extraordinario al ejercitar esa memoria, al igual que lo hace con el tema de la soledad, porque, insisto, es muy joven para tener esta perspectiva del tiempo tan perfectamente perfilada. Estos temas, la soledad y la memoria de infancia, son recreados por poetas de cierta edad que ya hemos hecho un largo camino por la vida. ¡Cuántas veces y cuántos versos he dedicado, yo, a Granada, mi ciudad natal! Hay una necesidad del canto poético en base a estas circunstancias de lejanía y memoria.

Linares tiene unas palabras hermosas y de recuerdo para Melilla cuando escribe:

Asómate a estos versos, y aunque sufras,

observa la ciudad y sus silencios,

el eco de tus noches olvidadas,

el pálido rumor de amaneceres,

sus plazas, sus comercios,

los rostros, las palmeras y la vida.

Estás allí en el espejo

de todas las palabras que dijiste,

al otro lado de ti mismo,

en el vuelo febril de unos poemas.

En tu reflejo.

A través de los poemas de este apartado el poeta va transmitiendo sus deseos de comunicación, sus propias reflexiones personales sobre el mundo y lo que le rodea, con hermosas imágenes poéticas y originales metáforas. Para mí, aquí está la esencia de la poesía, en la imagen y en la metáfora, que hacen que la poesía se distinga de la narrativa, además de conservar el ritmo y la métrica. Algunos ejemplos. Josemari escribe:

“No hay recuerdos / en las canciones de la lluvia”; “Ayer llegó la lluvia al dormitorio. / El barro y el verdín al corazón”; “Los cuerpos derramados, / se mecen en los pétalos del tiempo”; “Vivir siempre es perder, / como pierde un pincel / su gota de locura”; “Como la lluvia muere en el asfalto”; “Éramos jóvenes. / Éramos el aroma de la vida” o “Sabe a verde la brisa… Con ellas, con estas imágenes va mostrando los escenarios de sus vivencias. Nos habla también de bazares, mareas, flores, columpios, libros, gaviotas, vuelos, almendros, montañas, mares, rocas…, y nos dice: “Quiero dejarte un mundo / cargado de palabras y relámpagos”.

Como resumen de esta primera parte podemos decir que, en ella, encontramos la fuerza de la voz de José María García para comunicar universos, con un cromatismo de versos expuesto mediante la palabra como vehículo de amor y conexión con la naturaleza y los hombres; deseos de construir un nuevo mundo lleno de palabras, palabras con matices, responsables, amorosas, solitarias que, a veces, arrastran felicidad o desolación.

A lo largo de todo el poemario y más expresamente en el capítulo intermedio, “Murmullo de geranios antiguos”, se ofrece un homenaje a la palabra en sí, José María quiere permanecer en ella, quiere estar dentro del libro, de sus palabras y así se reafirma en los versos que leen: “Soy una vida de papel / una hoja que respira”. Es decir, se comunica con el mundo mediante la escritura. En el poema “Los manuscritos” dice: “Busco la luz o las palabras / para encender el mundo, / hacer de lo lejano una morada, / un texto oxigenado y habitable”. Y es que, efectivamente, la palabra lo es todo, es algo fundamental en toda relación y memoria. Ya lo dijo Manuel Gahete en el preámbulo de La luz impasible. Álbum de paisajes, “[…] solo la palabra persiste tras la nada […]”, “[…] Porque la palabra salva incluso hiriendo […]”. Vienen, también, muy a propósito para el tema que tratamos, recordar algunos versos de Julio Alfredo Egea de su poema titulado, precisamente, La Palabra:

[…] quizá cuando en la infancia se descubrían los cielos,

y el aire quieto alzaba sus pájaros azules,

ya estaba la palabra ensayando su forma

de volar, desnudando la carne del harapo,

presintiendo ser única al sentirse elegida. […]

En esta línea el poeta se reafirma y dice. “Así me hago, / palabra por palabra”

La tercera parte, bajo el título “Espejismos”, va dedicada a Melilla y a la infancia, memoria y nostalgia del autor. En su primer poema, “La Fundación”, José María expone, en un hermoso y largo poema, los orígenes de Melilla como ciudad española, una hazaña hoy olvidada por muchos. Lo hace utilizando palabras muy significativas como riscos, sirenas, galápagos, luna, barcos fondeados, débiles antorchas, botes de infelices cargados de armas y penurias… También se duele del olvido de estas raíces cuando escribe: “ […] hemos olvidado nuestro ayer”, “son los pájaros del mar / los que conocen las verdades / de los buques malheridos […]”.

Me sumo al reconocimiento de nuestras raíces y deseo que, en este tiempo presente y en el venidero, los melillenses no nos olvidemos de nuestros orígenes españoles.

Volvamos al poeta, él quiere volver a su ciudad, de hecho, lo hace todos los años, y escribe convencido:

Querrás volver allí, de donde huiste

creyendo perseguir lo que era tuyo

y fue de nadie.

Los sueños que inventaste sin saber

qué es lo perdido, lo pasado.

El sueño verdadero.

Rescata sus pequeños años del olvido, en esa memoria de infancia con los versos: “Llueven pequeñas flores amarillas / sobre columpios oxidados” y afirma contundente: “Solo en el origen / se encuentra nuestra esencia”

Y para rubricar, con fuerza, ENTONCES HABLÓ EL VIENTO, este trabajo que hoy nos reúne, para cerrar su contenido, José María García Linares nos susurra amablemente al oído y pronuncia:

“Lo que soy / es un recuerdo / que una vez /tuve de niño”.

Muchas gracias.

Encarna León

Melilla 26 de julio de 2019

GEEPP Ediciones publica “LA LLUVIA QUE ME HABITA” de la escritora granadina-melillense.

Ya existía un antecedente. Braulio León falleció el 12 de mayo de 1997. Poco después su hija, la escritora y docente, Encarna León escribió y publicó un precioso y dolorido libro de versos titulado … ”Y TE VAS AL PADRE” (Ediciones Torremozas 1998). “No lloraba, tal vez porque mis lágrimas se iban transformando en frases, palabras y versos…”. Ahora, estas contenidas lágrimas ya son parte de otro libro, LA LLUVIA QUE ME HABITA (GEEPP Ediciones 2019), donde es de nuevo, veintitantos años después, el padre un delicado protagonista. El hermano de la autora, también llamado Braulio, es coautor del volumen pues sus propios versos o pensamientos y las excelentes fotografías se mezclan con la creación lírica de la autora.
En el prólogo a este libro José Sarria escribe sobre Encarna: “utiliza el recurso memorístico para rebelarse frente al destino, conjurando el extraordinario acontecimiento del regreso a los días dichosos, materializados a la luz de la memoria…”. En la contraportada, una sofisticada fotografía y un texto (“A veces los sentimientos/ pueden proyectarse sobre las añoranzas”) obra de Braulio León, indican que la figura y la obra del padre siguen vivas en el pensamiento y en la existencia de la autora. “Padre, tú eres la piedra”, escribió Vicente Aleixandre.
Encarna León, Delegada Territorial de la Asociación Colegial de Escritores de España, ACE-Andalucía, continúa ofreciéndonos un interesante poemario donde ya, decididamente, todo se convierte en música, en palabras para la eternidad. Y, por estas páginas, van trascurriendo, alegrías y dolores convertidos en memorables frases, en versos rotundos, en ritmo. En “Pórtico” leemos: “Fue hermoso ese tiempo,/ aquel que se bordara con fulgores/ azules y siempre acompañaba”. Y, enseguida, la distendida imagen del padre caminando hacia el futuro y bien acompañado, por una alameda al parecer otoñal, fotografía nítida y sorpresiva, “Ha pasado el tiempo y aún sigues en mí/ con el pesado letargo de tu nombre”. En la infancia abrigada con el calor bienhechor del padre, con la llama encendida del hogar, Encarna se pronuncia: “Vas y vienes con una constancia de amor renacido…”.
Pero el progenitor es sólo una afectuosa disculpa. En el mismo atado de la memoria la autora va a incluir a otros seres cercanos, a aquellos que fueron compañía y presente a su lado, quienes son parte de la eternidad aunque vivan a su lado de forma permanente, los cuales fueron, como escribió Concha Lagos “Unidos al vivir, inseparables…”. Cuando dedica unas páginas “A María, mi madre” nos ofrece un perfecto “Acróstico familiar” (“Mamá ahora que estoy sin ti,/ Alumbras mi vida con tu imagen,/ Remanso de amor y de dulzura,/ Íbamos por caminos de la infancia/ Allí donde tu calor llegaba derramado”. Y sigue la pasión de los recuerdos, “Hoy estás en todo cuanto toco…”, el olor y el dolor de lo cercano: “Hoy me vestí de ti…”.
Sarria ya advierte que, “La historia no es un mero acta notarial de la vida de la escritora, ni una crónica o una simple autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de los recuerdos, de donde van emergiendo imágenes, experiencias, la alquimia de la existencia o el sabor doliente de quien ha sufrido, en el proceso de búsqueda que significa vivir, la travesía de aquellas lejanas islas que habitan suspendidas en el tiempo; en definitiva, un viaje iniciático hacia el interior para universalizar los sentimientos que atraviesan los días y las horas”.
Los afectos fraternos suelen ser inmensos, perfectamente implicados en una relación íntima que ni el tiempo es capaz de romper. Aquí, en los versos dedicados “A Loli, mi hermana” hay una infinita dulzura, un recuerdo capaz de saltar por encima de los dolores y los aspectos negativos de la separación: “Nada es igual como cuando/ tú estabas toda llena de luz/ y tus labios eran música en todas nuestras fiestas”. Además acompaña un pequeño texto de Braulio y una curiosa fotografía triplicando la imagen de la protagonista (“En este cumpleaños tan vacío de ti…”), como formando parte de ese entramado de la eterna memoria, del tiempo colapsado por las ausencias. En “La caricia del viento” Encarna comienza diciendo “He dejado abierto el ventanal por ver/ si con la brisa te llegabas a casa” que en el transcurso del poema resuena como un grito de amargura un tanto especial: “Espera, no te vayas, no quiero despertar/ a este gris destino que se hace océano/ y me ahoga y me oprime”. Blanca Sarasua solicitaba “Firmemos un contrato con el tiempo…”. Así parece hacerlo la autora granadina-melillense para, casi egoístamente, tener cerca al menos en la memoria a los suyos.
Sigue un delicado poema dedicado “Al abuelo Juan” con esas “Emociones de niña vividas /al calor de un abuelo…”, que trata de anclar la infancia y el cariño en las páginas del poemario. Y una serie de composiciones, “A mis amigos” o sin epígrafe completan el ejemplar. A Miguel Fernández, poeta melillense de incesante recuerdo, dedica Encarna León ese “Periódico con fecha”: “Era tu nombre abierto en la memoria…”. Aquí y en los siguientes poemas es la verdadera amistad, esa intensa relación de admiración y apoyo, el horizonte abierto de la comprensión y la benevolencia lo que, de forma espléndida, nos permite conocer el valor exacto de los seres cercanos, casi íntimos o al menos próximos. A Lola Bartolomé dedica la autora “Te vives en el sueño” (“Es un dolor muy dulce el que hoy te acompaña…”), para Manuel Rodríguez Vargas es “Thanatos”: “Ya vuelas como pájaro con tañer de campanas,/ con mesurados pálpitos por cielos infinitos”. Y “Entorno de amor” es para Lázaro Fernández, “Como ausente y perdida, vuelvo/ a pensar en la obra redentora”.
Tras un cielo extrañamente dulce con esas nubes de borrasca en las alturas, el reflejo del intermedio blanco y gris y el horizonte soleado que cae sobre el mundo y una meditación de Braulio León, el hermano de la autora (“Aunque a veces asusten// tormentas, vientos y chaparrones….”). Llegan dos poemas reflexivos, vivenciales, armónicos, “Paseo incinerado” (“Hay plenitud floral,/ desasosiego humano”) y “Nichos de la infancia” donde se anota lo que sucedía, por ejemplo, “cuando el ocio era hallado rutinario”.
Dos espléndidas citas cierran el libro de versos de Encarna León, una de Diego Jesús Jiméne: “Si debemos morir, ¿por qué la vida,/ sobre cualquier lugar de la memoria,/ continúa esperándonos?” y la última del ya citado Miguel Fernández: “…porque tan sólo muere/ aquello que ya nunca nos crece en la memoria”.

Manuel Quiroga Clérigo
Majadahonda 22 de Febrero de 2020