Encarna León. Delegada Territorial de ACE-Andalucía por Melilla
Manuel Quiroga Clérigo
Majadahonda, 9 de Enero de 2018.
EL LIBRO DE LAS AGUAS de José Sarria
Primer Premio del XXII Certamen de Poesía “Rosalía de Castro” (Casa de Galicia en Córdoba). Ed. Diputación de Córdoba, 2015
Abre el libro una cita de Eugenio de Andrade que lee:
“Es un lugar al sur, un lugar donde la cal
amotinada desafía el mirar.
Donde viviste. Donde a veces en sueños
vives aún. El nombre empapado de agua
te escurre de la boca.”
Son estos versos una invitación a evocar un lugar determinado, el que desea el poeta, y quiere que nos ubiquemos en él para acompañarle en el recorrido emocional que nos irá mostrando su obra; con cada verso nos hará partícipes de los sueños, deseos y realidades que se hacen presentes a través de las 65 páginas que conforman el recorrido de El libro de las aguas, entre poemas y textos poéticos. Sin duda alguna se trata, en un principio, de ese sur donde el autor habita, su ciudad natal, Málaga.
La voz de José Sarria fluye rumorosa y cristalina por todo el poemario, dividido en cuatro apartados de diferente extensión, pero siempre tejidos con poemas, prosa poética y acertadas citas donde va vertiendo, con gran sensibilidad, acontecimientos vividos en su niñez y en su edad adulta, y donde serán protagonistas tanto, ese niño recobrado de infancia feliz en un huerto de macetas y naranjos, como amigos de más al sur, con los que se identifica buscando y encontrando sus raíces más lejanas; además de dedicar versos a personajes específicos, muy destacados de ese histórico y legendario Al-Ándalus.
- RAÍZ DEL AGUA o Evocación de la memoria
Da paso a este apartado una cita de Alí Ahmad Said Esber, que se hace homenaje al agua, agua hecha lenguaje y que el autor va a utilizar en su discurso. En los poemas que forman esta primera parte (El Sur, Raíz del agua e Infancia), veremos una hermosa memoria de raíces malagueñas y la clara visión de una casa encalada donde habitan, en perfecta simetría, el huerto, los membrillos, manzanas, flores y naranjos, donde el murmullo del agua de la noria quedará como semilla feliz para la creación del poeta. El agua es vida, lenguaje, es palabra enamorada que lleva al autor hacia cauces de infancia. Es verdad que a cierta edad, yo también lo he experimentado, se vuelve con gran fuerza a las vivencias de los pocos años, a la familia, y ese tiempo pasado se convierte, necesariamente, en tema de inspiración. Volvemos a él con una luz nueva y recordamos, sentimos y creamos, o recreamos vivencias nunca extinguidas. José Sarria, en esas circunstancias, vuelve a su patio de jazmines con palabras tan hermosas como: “Cuando cae la tarde, al final de los años, los recuerdos se inclinan como las ramas de los árboles de un bosque abandonado”, y es entonces cuando surge esa luz nueva que busca aquella otra, la que quedó encendida en el transcurrir del tiempo, y revive con plácida armonía su infancia, aquellas sensaciones e inquietudes; también, el silencio sonoro de su patio de geranios, porque el lenguaje, ahora, se hace presente para el canto.
2. IDENTIDAD o los mapas de la memoria
Se abre esta segunda parte con una hermosa cita de León Felipe, haciendo alusión a la primera casa, a los orígenes, y es cuando Sarria baja más al sur, y penetra en el mundo árabe a través de tres poemas (Al-Ándalus. Patria y raíz del agua, La tarde y Medina de Fez. El-Bali) con ellos indaga en sus raíces, en los antepasados más lejanos en el tiempo, los árabes, establece relaciones con el mundo islámico y rememora tiempos de mezquitas y madrazas, de surtidores y alcázares, de califas y visires; y este sueño le lleva hacia el esplendor de Al-Ándalus. Repasando esos orígenes avanza por un tiempo centenario, sumergido en ese sueño de la memoria que atrapa para, al final del recorrido, encontrarse con el niño que fue, con sus calles de entonces, con amigos encendidos de aros y trompos. Vuelve a la niñez y escribe: “[…] me acompañan todos los nombres de los que conmigo caminaron, sus viejas cicatrices y el himno de sus sombras […]”. Y siempre hace alusión al lenguaje, al agua hecha palabra con la que irá desgranando sus recuerdos.
Algo le inquieta al creador, que se somete a un ir y venir por el tiempo de la memoria buscando sus raíces. José Sarria enamorado del mundo magrebí, ha sido ponente en las universidades de Fez, Tetuán, Rabat, Casablanca y Túnez. Con sus versos, en este El libro de las aguas, hace un recorrido por algunas de esas ciudades y otras, como, Chefchaouen cantando a sus medinas, sus calles estrechas, los aromas a especias, los colores de la menta, el sésamo, el azafrán, y ese agua poética y viva. Llega hasta otros límites para cantar el disfrute espiritual que se enraíza al escuchar la voz del almuecín llamando al rezo. Todo esto y más encontraremos en sus poemas.
3.- EL TIEMPO SUMERGIDO o los siglos de la memoria
Es el apartado que da más cuerpo al libro con sus quince poemas con diversas temáticas, pero todas relacionadas con el central, el de la memoria y, como en otras ocasiones, nos ofrece diversas citas encabezando algunos de los poemas. En el titulado El recuerdo, al que Sarria define como ‘tiempo detenido’, rescata su juventud, a sus amigos y esa sensación de la gente joven de sentirse invencible o eterna, cuando el futuro se ve lejano e interesa más vivir el presente con intensidad; en Chefchaouen hay evocaciones para amigos marroquíes que viven cotidianamente en sus casas azuladas percibiendo cerca el olor a hachís, donde el autor apunta que: “En Chaouen el olor/del hachís tiene la dulzura/del tiempo detenido […]”. En el poema Puente de Córdoba, el puente cordobés es otro de los elementos de inspiración del poeta y las aguas que lo acarician son la fresca y viva comunicación de la palabra, la sonoridad del lenguaje y así dice: “El puente sigue ahí, con su metáfora de siglos […]”. En Sulamita nos lleva hacia la visión hermosísima de una bailarina, describe sus adornos, el contoneo de sus caderas, la danza con su ritmo, la suavidad de los tules que difuminan su rostro, la percepción de unos ojos de gacela, la atracción del perfume y el deseo de su cercanía. José Sarria canta, con belleza y cromatismo, el paisaje marroquí en su poema Kasbah de Tinehir, donde no faltan dice: “[…] los niños jugando entre las dunas […]” o al cuidado del rebaño de cabras o borregos; trabajos necesarios para el sustento familiar. Tiene versos para las alfombras donde descansan los sueños. Existimos, dice el poeta, a través de los niños de todos los tiempos posibles. En otros poemas de este apartado (Mezquita de Süleymaniye; Los oscuros días; El silencio; No temo a Dios; La sombra de los sueños; Jinete del silencio; Inocencia; Abú Abd’Allah (Boadbil) embarca en Adra; Ibn Zaydun evoca a la princesa Wallada, Nunca fui tan hermosa; Hijos de las estrellas; Tamerza: la ciudad del viento) en todos ellos hay versos claros, transparentes que van al ritmo de las aguas para cantar a la huida, al silencio, a Dios o la muerte; también canta a los sueños, la vida y la inocencia. Hay una atención especial para Boabdil, el sultán nazarita, personaje que ha sido inspiración para muchos creadores tanto en el campo novelístico, como poético, sobre todo si los autores aman, conocen o han vivido cercanos al mundo musulmán compartiendo amistad, costumbres, historia y cultura. Esta circunstancia se da en José Sarria, por eso describe y habla sobre ese maravilloso mundo y así nos cuenta la derrota de Boabdil y su exilio hacia Cazaza, desde Adra, teniendo ante sus ojos todas las aguas y el luminoso azul del Mediterráneo.
Yo también caí en esas maravillosas redes de la evocación poética cuando me encontraba con unos amigos en las playas de Cazaza, lugar del desembarco del rey musulmán, se me ocurrió evocarlo por mis tierras de Granada, produciéndose una circunstancia muy especial de sentir su presencia, inesperadamente, y surgió mi poema Atentado en Cazaza. José Sarria, en El libro de las aguas, escribió: “Miró por un instante el horizonte/y sintió que las olas eran dunas, /sus lágrimas la fiel caballería/sobre la que cruzar aquellas aguas […]”.
Cuando estuve en Cazaza, ante la inmensidad del Mediterráneo, recordé a Boabdil como si estuviera esperándole para verle llegar de ese exilio forzado, como si le divisara de lejos, entonces escribí, “[…] En medio estaba él con turbante de fiesta,/alfanje en la cintura/y un sulham inmaculado de ondear altivo./Con sonrisa triunfante recogió aquella rama/que fiel se desprendió de la copa del árbol./Con ella señaló lugares de la Historia/y en memoria quedose un presente extinguido”.
El libro de las aguas va finalizando con poemas que intentan rescatar un tiempo pasado, no el de José, sino el de reyes que como Boabdil poseyeron tierras en Al-Ándalus. Ahora es Ibn Zaydun que, con sentimiento por lo perdido establece un diálogo con la princesa Wallada y canta su amor por ella. Poco a poco los versos, los poemas, van llegando al final de este hermoso libro de José Sarria. Antes de dejarnos, el autor se aferra a la memoria, a sus antepasados y se pronuncia: “[…] Reconozco mi sangre/en tu arena y en sus lagartos/extendidos, en esta/ciudad del viento”.
Llegamos al IV apartado, Y el Sur…, el más diminuto, tan solo contiene un texto a modo de despedida. Se inicia con una bellísima cita de Ibn Zaydun, muy orientativa, que lee: “Pasa tus ojos sobre las líneas de mi escrito y encontrarás mis lágrimas desposadas con la tinta”. Así, nuestros ojos pasarán por las olas de este libro de José que son, en definitiva, sus versos, y los veremos fundidos o desposados con sus emociones, lágrimas, risas, con sus evocados encuentros. En Huerta del cielo, última reflexión, que cierra el libro, Sarria vuelve a hacerse niño, a pararse ante la vida y mirar más allá de horizontes posibles y ahí descubre nuevamente esa casa encalada, con el patio amado donde abundan los geranios y siente la cercanía del limonero, en cuyas ramas se posan los pájaros que cantan a tanta vida. También habita el silencio y el olor al pan caliente de su madre, mientras alguien pronuncia el nombre de José con ternura, y él, permanece tranquilo y sosegado en esta memoria azul de aquellos días.
Hasta aquí el contenido de un hermoso mar hecho libro, este Mediterráneo que abraza Sarria desde sus dos orillas, la de su Málaga y la de África, la del mundo magrebí más al sur.
Espero haber sabido sumergirme, acertadamente, en las aguas de esta obra para mostrarla a todos vosotros y despertar vuestro interés. Quiero dirigirme a todos cuantos aman la poesía y a los que se acercan a ella por vez primera, para aconsejarles que lo hagan a través de estos versos tan cálidos, transparentes y hermosos, su lectura les aportará sensaciones de paz, armonía y sosiego. Será una forma de conocer mejor al poeta porque, él, es también así, cálido en el trato y sosegado en su andar por la vida, que no le exime de encontrarse con prisas en determinados momentos del año, debido a su gran responsabilidad. Trabaja en muchos frentes a la vez dentro del mundo literario. Pero dejemos a la persona y volvamos a la estética de su voz. Es narrador, poeta y ensayista, tiene el don de la comunicación, su poética es clara y hermosa, con bellísimas metáforas y con acertadas imágenes poéticas, que dan calidad a sus escritos. Huye del barroquismo, se decanta por la armonía y comunicación del lenguaje, postulados que ha seguido para ofrecernos este bello poemario.
Muchas gracias.
Encarna León
Marzo, 2018
Apenas hace un año que nos reuníamos para conocer El color de los ritos, libro en el que Encarna agrupó la mayor parte de su obra poética compuesta hasta 2010, detenida y extensamente analizada por José Luis Fernández de la Torre.Sin embargo, desde el año 2000, quedaban en las gavetas de su estudio algunos poemas así como otros compuestos en 2013,que por diversos motivos no formaron parte del corpus mencionado.
Afortunadamente para nosotros lleganahora a nuestras manos en un nuevo libro, prologado por el catedrático Manuel Gahete, e ilustrado con dos bellísimas y espléndidas fotografías en portada y contraportada, tomadas por Rafael Imbroda. Se trata de Rumor de oleajes, precioso título que, henchido a su vez de poesía,proclama lo que son los poemas que encierra: un suave y constante rumor de los latidos del mar que, cual las olas, progresiva y constantemente nos dejarán sentir su melodía. Porque el mar en su inmediata vecindadse convierte en una sinfonía de color que impregnará sus versos, rezumantes a la vez de evocaciones históricas, de yodo y de sal.
Así pues, hallaremos un mar “Azul fuerte, intenso, como la historia /que se ofrece detrás de las murallas”, en “Gaviotas”, el poema con el que se abre el libro, o“azul marino” en “Mágico”, o “azul eléctrico” en “El mar en mi memoria”.En otras ocasiones será el sonido de las olas, o el graznido, también marino, de las gaviotas lo que constituirán el Rumor de oleajes.Sin embargo, del mar no nos llegará sólo una percepción sensorial, sino que su contemplación, no en vano uno de los más hermosos poemas de Salinas es precisamente “El Contemplado”, también motiva a través de él, la reflexión afectiva sobre la historia, entrelazada, cómo no, al tratarse del Mediterráneo, con el mito y la leyenda. Historias que Estopiñán, desde su estatua del Pueblo “nos convoca a recordar”; “esas que permanecen / ancladas a nuestras vidas”, como escribe en “Mercante”, en donde el barco:“Desaparece lento detrás del roquedal/donde altivas murallas cantan/ historias de sitios y soldados”. O como se reflejan en los siguientes versos de “Cuenco de caracola húmeda”, en donde afirma:“Es mi mar un surtidor de espumas/ que eleva en su frescor abordajes/ antiguos de historias y conquistas./ Es inmenso cuenco de caracola /húmeda donde mecen navíos/ recuerdos de evocadas sirenas”.
Sirenas; de nuevo la leyenda, que a su vez se entremezcla con la historia, encarnada en las doncellas, en “Paisaje Mágico”, genial poema en el que Encarna hace gala de su exquisita sensibilidad y de su magistral dominio de una admirable estética sensorial impregnada de bellísimo clasicismo:
“El dorado aparece oferente en cada/ atardecer casi a la misma hora./Viene incendiado con llantos de doncellas,/aquellas que llegaron desde lejanas tierras/ para fertilizar campos de triunfos y derrotas./ Las murallas lo cuentan entre los asperones/ marinos que aún le pertenecen./ Tal vez fueron sirenas siguiendo/ entre las aguas a sus fieles amados,/y quedaron prendidas al filo de la noche/ para historia y recuerdo”.
Lo recordado necesariamente pertenece al pasado y el mar “siempre recomenzado”, al sentir de Valéry, será para nuestra autora motivo de permanente reflexión sobre el devenir del tiempo y la cíclica reiteración de su paso, como hallamos en “Ha llegado el otoño”; o en “Ventanal”, en donde se sorprende el instante con plena consciencia de su transitoriedad, ya que“el día/ se va con mansedumbre apetecida”; así como en “Atardecer”; instante que en “Mágico” se capta por medio del cambio de luz:
“En cada minuto la oscuridad/ se adentra misteriosa, y el azul/ marino se torna ya en negrura”.
Otras veces se hace hincapié en el cíclico acontecer, como ocurre en “Visión como milagro”:“El atardecer se presenta cada día/ con su hermosura puesta, con su luz/ deslumbrante, su magia renacida.”Reiteración que volvemos a encontrar en “Descifrando unas horas”:“La ola me reclama con su dulce/ salitre repetido, y acaricia constante/ el tedio mortecino del día que discurre.”
En “El tiempo que ahora nos habita” la escritora se sitúa en el momento “del día que se extingue”; y en “Montaña Isleña”, “Ella, la montaña, se desgasta/ en silencio con el paso del tiempo”.Y si la erosión discurre lenta, aunque constante, la fugacidad del instante parece apresurar el devenir, como se evidencia en el bellísimo poema “Estrella errante”:“Parece que fue un sueño que regaló/ la vida cuando todo se hundía por otras/ latitudes. Entonces se elevó entre olas/ para ser en la altura visión fugaz,/ estrella errante o silencio inaudito.”Pero las numerosas reflexiones sobre la huida irremediable del tiempo, precisamente por ello, se convierten en un auténtico canto a la vida, al gozo de la existencia, en el precioso poemita “Sé que vivo”, en el que la captación del entorno motiva la satisfacción plena por la consciencia de su existir: “y yo, toda expectante/ al saber que hoy existo”.
No obstante, en medio de la riqueza poética y expresiva contenida en este librito, repleto de lirismo, existen dos poemas sobre los que me permito recabar la atención de Vs.
Uno de ellos es el primero, “Gaviotas”, aves costeñas inevitablemente unidas al mar y a las que Encarna se referirá en varias ocasiones, pero que en ésta atraerán su mirada con trascendencia reflexiva.En primer lugar, hemos de matizar una pincelada autobiográfica, al considerarlas “vecinas”, habida cuenta de la proximidad de su residencia a la costa rocosa en la que las patiamarillas tienen sus nidales.
Las imaginarias figuras que trazan en sus vuelos, punteados por sus graznidos, se presentan como solemne ceremonial sobre el marco suntuoso de las murallas, ornado todo ello de azul: cielo y mar. Por eso en el tercer verso alude al “espacio que hoy es muy azul”. Melilla la Vieja se intuye con todo su peso de siglos agazapada detrás de las murallas, realidad histórica anclada en la piedra y, por lo tanto, en el tiempo, mientras por el cielo revolotean a su antojo, sin rumbo marcado, libres e incansables, las gaviotas.Su contemplación despierta el irrefrenable deseo de seguirlas en su etérea ascensión, rompiendo las ataduras terrenas:“Entonces surco con alas de cristal/ mi propio tiempo y alargo mi mano sobre/ espumas cercanas que salpican el llanto.”
El otro poema, permítaseme el desahogo emocional, me resulta querido de manera especial, porque a su extraordinario contenido poético uno el recuerdo de escenas reiteradamente vividas en mi infancia. Me refiero a “El copo,” en cierto modo introducido por los versos finales del poema anterior, “Cuenco de caracola húmeda”:“Mi mar es un tesoro de traíña y de jábega/ con delfines dispuestos a la fiesta marina./
Y los copos se vencen en sus aguas/ de escamas bañando las arenas,/ mientras gritan y saltan inquietos/ pececillos en las doradas playas,/ como regalo fresco al comenzar el día.”Se trata de una actividad pesquera que los jóvenes ya no han conocido, pero que a quienes hemos vivido en la costa y contamos ya cierta edad, nos resultan familiares. ¿Cómo no conmovernos ante la evocación del griterío que motivaba el arremolinamiento de la chiquillería cuando oíamos “el copo; están sacando el copo” que alguno acababa de vislumbrar encierta zona alejada de la playa?Aparte de las evocaciones que nos hacen revivir un pasado lejano y tal vez feliz, el poema se encuentra impregnado de salobre sabor marino: la mención de la jábega, su consideración de bajel, el que los pescadores estén “curtidos por vientos y oleajes”, así como la presencia de las gaviotas acechantes sobre las “efímeras vivencias”, preciosa metáfora para reflejar los últimos coletazos del pescado en la arena.Y, sobre todo, la anhelada y emocionante llegada de las redes:“Las redes se estremecen con atuendos/ dispares, plateados, celestes, rosados/ o de un malva traslúcido y radiante.”Espléndido poema, en definitiva,sobre “el rito / inmaculado de los copos.”
No me resta sino felicitar a la autora y agradecerle muy sinceramente que nos permita deleitarnos con este genial librito en cuya brevedad no cabe más bella poesía y con cuya lectura tengo la seguridad de que disfrutarán emocionados todos Vs.
Juan José Amate Blanco
Prólogo a Esta espera de ave, de Encarna León
Tras la publicación de El color de los ritos. Obra Poética 1984-2010[1], que recopilaba toda su obra poética publicada hasta entonces, Encarna León había publicado dos libros de poemas: Fue en Moguer. Una recreación de “Platero y yo”[2] y Rumor de oleajes[3]. Y ahora un nuevo poemario de la autora se ofrece a los lectores: Esta espera de ave.
Fernández de la Torre, en el estudio introductorio que dedicaba a la poeta en la edición de El color de los ritos, ya apuntaba que era una obra (in)completa, conocedor de que la pulsión escritora de la autora mantendría su constante actividad creadora:
La poesía de Encarna León parte de un principio vital ineludible, ese que se re-produce y transmite en imágenes el yo, un sujeto poético en el que la ‘verdad’ en la escritura se libera de los límites de lo cotidiano. […] La exigencia de escribir, esa que triunfa sobre el silencio o el dolor o el vacío se percibe como sin fin en el fin […]. En cualquier caso, esta presencia del yo implica un doble movimiento: de ‘salida’ de sí y de ‘regreso’ a sí misma, a la subjetividad y al intimismo, mientras que los elementos constitutivos: espacios, temporalidad, deseo, pasión… configuran la singularidad en el proceso donde ‘sueño’ y sentido potencian la poesía. (p. 142).
Y así se cumple. En la nueva entrega que prologamos, Esta espera de ave, encontramos de modo inequívoco la voz singularísima de su autora en los mismos términos que expresara el crítico-amigo. El título del poemario está tomado del poema Sensaciones:
La butaca sostiene esta espera
de ave y cobija tu esfuerzo
y tu cansancio en estancia de olvido.
Al fin te pierdes en los sueños mientras
gozas, inconscientemente, del calor
de ese lugar que siempre será tuyo.
El nuevo poemario arranca con una cita de Jaime Ferrán (“… porque el otoño es el tiempo enamorado nunca puede morir”) y se estructura en dos núcleos: Un juego de inquietudes, constituido por seis poemas, y Con ropaje de adagio, conformado por veintidós poemas, todos con título.
La primera parte, Un juego de inquietudes, funciona a modo de pórtico, y a lo largo de los seis poemas constituye el movimiento de introspección a que aludíamos antes: el yo poético practica un ejercicio de autocontemplación en diversos escenarios espaciales y temporales. Los primeros configuran el ámbito de lo cotidiano y doméstico: el lecho, el despertar y su contorno en El gozo de las sábanas[4]; la cocina inundada por el aroma del café en Un paladar de lluvias y Beber la tibieza. Los segundos, los temporales, incardinan esos lugares en un noviembre marcado por la llegada del invierno y lo gris, la lluvia y el frío, donde la “rutina” y la “pesadumbre”, el “silencio inhóspito” y la “fría soledad” dominan la nostalgia evocadora de otro tiempo.
La imagen más nítida de este proceso de introspección se encuentra en el poema Ante el espejo, donde la mirada del yo poético, tras construir la retórica del ¿ubi sunt? (“Ese rostro ¿de quién es?”, “Aquella sonrisa ¿dónde está?”, “El brillo de estos ojos ¿dónde quedó guardado,/ dónde oculto a los días?”, asume su presente y el paso del tiempo: “No contemples / no dudes / no interrogues. / Es lo que queda de tu andar solidario. / Es el paso del tiempo clavando sus espinas/.”
El poema siguiente, Ese tiempo dormido en la memoria, prefigura un giro que se materializará más adelante, en la segunda parte del poemario. Pero hemos de destacar que por primera vez, en los poemas que comentamos, se expresa poéticamente el deseo de recuperación de lo evocado: “Cómo me gustaría retornar a ese tiempo”, “volver a la ilusión crecida”, “Cómo me gustaría encontrar / ese tiempo dormido en la memoria.” La introducción del tiempo verbal condicional, que pauta el poema anafóricamente, marca el tránsito desde los presentes de indicativo anclados en el tiempo, que eran las formas verbales dominantes en todos los poemas: el yo poético inicia la ‘salida’, ya no se trata solo de nostalgia: se insinúa la escritura como proceso de trascendencia.
El segundo núcleo, Con ropaje de adagio[5], toma el título del verso central del poema Ese brote de música. Se abre con una cita de Luis Rosales: “…hay que hallar la alegría un paso más allá del desengaño” y se cierra con unos versos de Marta Domingo: “Cuando cuente tres / me iré por donde vine, / al son de un aire triste de trompeta”.
En los veintidós poemas que lo conforman, el yo poético reitera esos movimientos de ‘salida’ y ‘regreso’, pero con un tono esperanzado que deja vislumbrar la escritura:
Al fin te pierdes en los sueños mientras
gozas, inconscientemente, del calor
de ese lugar que siempre será tuyo.
Y a veces, incluso la explicita, como lee el inicio del poema La nada o el silencio:
A veces la nada te lleva
a la escritura y pronuncias:
qué bella esta visión ausente
de sonidos, este sol pausado
y lento que asoma, poco a poco,
entre torres dormidas de cansancio.
Qué hermoso el mar azul
que balancea nostálgico los días
de otras playas y el frescor de otros años.
O más adelante, Prisionero en ceguera, que lee:
Los tengo aquí clavados sobre
el papel que escribo, derramando
su luz en un nuevo lenguaje que solo
yo adivino nacido del silencio.
(…)
Estoy llena de luz, inundada de vida.
En los poemas Imagina y Madurez, por ejemplo, el yo poético vuelve a la introspección nostálgica, marcada retóricamente por la presencia de las anáforas (“Imagina… / Imagina… / Imagina…” o “Cuando… / cuando… / cuando…”), pero la presencia de otros elementos vivificadores (“canciones”, “melodía”) permiten el restablecimiento de un orden que se creía perdido. Así, la presencia de la música, otra constante en la poesía de Encarna León, restituye la armonía vital, como leemos en Ese brote de música: “Albinoni, con ropaje de adagio” lleva a la esperanza: es “manantial de luz que ahora acompaña, / destino trazado que vuelca en derramado / canto la dicha y el deseo”. Y lo mismo en Tríptico:
Ha sonado el adagio;
con él te evoco,
te sueño, te amo,
profundamente amor,
profundamente.
El yo poético, en movimientos alternantes, oscila entre la nostalgia, el hastío, la angustia, la soledad, el olvido o el silencio (Perseguía lunas, No es tiempo de llantos, Tiniebla de hastío, De lejos, donde se reiteran las anáforas, el ¿ubi sunt?, junto a hermosas imágenes en contraposición: “No es tiempo de llanto, pero queda / la pena de no ser comprendido”; “…ni la palmera ofrece / abrazos infinitos” , “el vacío se agranda al paso / de los días y ya solo se espera / un abrazo de olvido”; “es tarde de angustia, de soles / macilentos donde rayos no llegan / a caldear los pasos”; “el silencio atravesó las horas”.
Pero de nuevo, a partir de Una canción de olvido, la conjunción de música y escritura, en este caso oída, más la presencia del mar (otro elemento recurrente en la poética de Encarna León) enciende la esperanza y contribuye a restablecer el orden:
Una canción de olvido se ha hecho
presente con su carga de amor
y de esperanza.
Una letra sentida, emocionada,
ardiente, ha puesto en su sitio
historias recobradas.
Habla de playas vírgenes,
………………………..
Evoca mares sembrados de oleajes,
En el poema El roce con el tiempo es la memoria, la evocación del tiempo compartido, comprendido y dialogado lo que aleja la duda y renueva el amor. A partir de ahí, Solo tengo palabras explicita nuevamente la escritura. El poema lee:
Solo tengo unas letras para escribir, amor,
y un mensaje sonoro de canto y esperanza.
“Solo tengo” va pautando el poema y desplegando “miradas”, “deseos”, “días futuros”, “palabras y canciones de cuna” hasta llegar a los versos finales:
Amor,
solo tengo ternura al filo de los labios
y con ella te ofrezco este abrazo infinito.
Los dos poemas que siguen y cierran el libro no hacen sino confirmar ese restablecimiento a que aludíamos: felicidad y vuelco comienza:
De nuevo se ha llegado
y todo ha sido un vuelco
de dicha recobrada.
Ese halo de vida confirma que el yo poético se ha instalado con firmeza en la escritura:
En esta circunstancia que ahora
me acompaña, no sé si soy demonio,
perdido caminante o ente sin contornos.
Y me siento crecer unas alas al viento
por los cuatro costados, porque
al fin se dibuja exacta mi figura.
Soy ángel de este tiempo, que emigra
presuroso y alcanza las alturas.
Ya lo anunciaba José Luis Fernández de la Torre en el estudio introductorio a la Obra Poética de Encarna León que citábamos al principio:
[la escritura] solo existe más allá de la ‘autobiografía’ quizá en la trascendencia y reflexión en ‘recuerdos’ de una memoria transcrita a pesar de los ‘blancos’ de la página o los silencios tras o alrededor del ‘ruido’ exterior. Vivir o re-vivir en el ‘negro’ del poema, en la tinta del texto significa poder salir del abismo y de la nada o, si se quiere, poder restablecer un orden que se creía perdido y, sobre todo, obliga a poseer esa lógica lírica de la belleza, la conciencia implacable que construye la armonía del canto. (Pp. 142-143)
Una vez más Encarna León lo ha conseguido en este libro. Y sin duda seguirá construyendo ‘belleza’ y ‘armonía en el canto’ en los poemas aún inéditos que ahora se encuentren en fase de elaboración.
María del Carmen Hoyos Ragel
[1] Encarna León: El color de los ritos. Obra Poética 1984-2010. Introducción: Encarna León o el “mundo cantado”, de José Luis Fernández de la Torre. Melilla: Ciudad Autónoma de Melilla. Consejería de Cultura y Festejos. Servicio de Publicaciones, 2016.
[2] Melilla: GEEPP Ediciones. Consejería de Educación y Colectivos Sociales. Ciudad Autónoma de Melilla, 2014.
[3] Melilla: GEEPP Ediciones, 2017.
[4] Fechado en Melilla, 2000, se trata del único poema publicado con anterioridad y rescatado por la poeta para incluirlo en este libro. En la edición de El color de los ritos. Obra Poética 1984-2010 ya citada, aparecía en la sección Poemas Dispersos, pp. 595-596. Se publicó por primera vez en Pliegos poéticos. Actividades del III milenio. Semana de las mujeres. Melilla: Consejería de Educación y Mujer, 2000, p. 5.
[5] Con el mismo título y los veintidós poemas que lo componen, la autora fue finalista en el IX Premio de Poesía El Ermitaño en el Puerto de Santa María (Cádiz) el año 2008.
Como el agua que fluye por las venas del mar y que no cesa es la poesía. Sube a la cresta de las olas (risas de los mares las llamó Esquilo) o se abisma en las profundidades de coral y silencios. Estallido de lluvia en otoño o sol abrasador en el estío, así la poesía se adentra en los bosques y en los pájaros vuelo es. En lo absoluto existe, principio y fin, luz y sombra al mismo tiempo, alegría y tristeza, cara y cruz de la misma moneda, hondo silencio trascendido. Una música que se clava tal cuchillo en el pecho y que ensordece y nos nubla y enloquece hasta no ser nada y todo.
Poesía es un ave que espera la vuelta de sus crías y es rito en la entrega amorosa, y un dulce fruto, sin duda, en la voz de la poeta Encarna León (Granada, 1944). La poeta, aunque nacida en Granada, reside en la ciudad de Melilla, cuyo gobierno homenajea con la creación en el año 2000 de un Certamen Internacional de Relato Corto que lleva su nombre y mantiene en la actualidad. Su obra es extensa, con trece títulos de poesía y tres de narrativa; su poesía reunida hasta ahora se halla en el libro El color de los ritos. Obra poética 1984-2010, lo que nos da una idea de su incansable labor en pro de la literatura, y en concreto de la poesía. Asimismo pertenece a las asociaciones Colegial de Escritores de España, Andaluza de Críticos Literarios y de Humanismo Solidario. Su último libro Esta espera de ave es el que hoy traemos a este espacio. La madurez poética de Encarna León está de sobra demostrada por el ya largo camino recorrido y por la calidad de su obra, influenciada por la mejor tradición clásica y su renovada concepción de la poesía como instrumento no solo de transmisión de conocimientos, sino de la vital trascendencia de la palabra y su esencia emocional.
De una primera lectura de Esta espera de ave hallamos una plena sensación de paz y armonía en comunión perfecta y amorosa con la Naturaleza en su más amplio sentido. Asiste a la poeta una continua melancolía, un hálito que embarga su espíritu y hace que su mirada hacia el pasado sea el motivo principal para construir un universo propio donde el Amor y el Tiempo son los asideros, los pilares que sustentan su particular concepción de la poesía, donde la Belleza también ocupa un lugar de relevancia. Parte Encarna León de lo cotidiano para crear otro mundo en el cual el yo poético trasciende hasta convertirse en otra realidad, como así lo expone Fernández de la Torre en su estudio sobre la obra reunida de la poeta:
«La poesía de Encarna León parte de un principio vital ineludible, ese que se re-produce y transmite en imágenes el yo, un sujeto poético en el que la ‘verdad’ en la escritura se libera de los límites de lo cotidiano».
Esta espera de ave contiene 28 poemas divididos en dos partes, a saber: Un juego de inquietudes y Con ropaje de adagio, a las que precede un prólogo de María del Carmen Hoyos Ragel, que nos aproxima con rigor a los poemas contenidos. Destacaría de este poemario su lenguaje, sencillo y cercano, esa cierta nostalgia en la mirada, la natural cohabitación de forma y fondo, tanto por uso de recursos retóricos (anáfora, aliteraciones, oxímoron, metáfora, paralelismos, etc.), como por la temática muy en su línea de libros anteriores; el amor por encima de todo, el paso del tiempo, y la mar al fondo, siempre. Ya desde el título del poemario viene a confirmar dichas circunstancias. El ave como símbolo de la libertad, de su majestuoso vuelo hacia todo lugar, y también de la naturaleza, y el tiempo en la continuada “espera” de un tiempo que pasa y nos deja sus huellas, sus cicatrices, sus soledades y silencios:
«A veces el silencio te otorga / una liturgia de sueños encontrados / al pasear caminos con sus duendes / prendidos al filo de un deseo».
Y todo, a su vez, envuelto en la sedosa forma del amor:
«Cómo me gustaría retornar a ese / tiempo de escalofríos tenues. / de jilgueros cantando en el centro / del pecho. // Cómo me gustaría encontrar ese tiempo / dormido en la memoria. // Cómo me gustaría conocerte de nuevo».
Encarna León ahonda en la naturaleza de las cosas sencillas y cotidianas para descubrirnos otras realidades, otras verdades, quizá las de un yo que es otredad en sí mismo, que necesita del tú y el nosotros para ser y estar en el mundo que ella misma edifica cada día desde su más sentida soledad, de saberse en la espera y esperada:
«La butaca sostiene esta espera / de ave y cobija tu esfuerzo / y tu cansancio en estancia de olvido».
Y es por ello que su voz se alza hasta las nubes y las estrellas, y en ellas vive, como el sueño en las noches de otoño, al compás de una música que se repite como un eco y adormece los sentidos nutriendo de esperanza todos los miedos que el tiempo ha ido sembrando:
«Ahora, cuando se ven caer / las hojas finales de los años / en ramales imprecisos de vida, / cuando los ojos perdieron su luz / y su armonía y piden un milagro / para cruzar las últimas estancias, / ahora, el miedo es el más ferviente / amigo, el que siempre acompaña, / y no quiere dejarte completamente / a solas perdida en esa melodía».
Pero siempre, antes, durante y después del camino, el Amor (de y con Rafael) salvador de abismos:
«Amor, / solo tengo ternura al filo de los labios / y con ella te ofrezco este abrazo infinito».
Poesía y emoción en la voz singular y clara de Encarna León.
José Antonio Santano
“Fue hermoso ese tiempo, / aquel que se bordara con fulgores / azules …/… donde todos brotáis en rescatado / canto”. Estos son los versos que, a modo de frontispicio, abren este poemario intimista, reflexivo y personal, de la poeta granadino-melillense, Encarna León.
Nos enseñó el poeta Jaroslav Seifert que, “recordar es la única manera de detener el tiempo” y es este el recurso que va a utilizar nuestra escritora, para anular el conjuro del destino y hacer posible el prodigio de la resurrección, a través del extraordinario acontecimiento que se materializa en la luz de su universo lírico, en donde ausencia, dolor y recuerdo se engarzan y se constituyen como material poético desde el que elevar un estandarte, el lugar común de la memoria, por donde transitan los padres, Braulio y María, su hermana Loli, el abuelo Juan o los amigos que se encuentran en esa muralla por donde la autora “quiere ir en busca de otro tiempo”.
Una etapa vital que fue pasado y que se hace presente a través de la experiencia vivida y el acontecer de los días y que, ahora, universalizada gracias al milagro de la constitución poética, han dejado de ser fragmento de la vida personal para eclosionar en realidad transfigurada y compartida.
Escribía el poeta sevillano, Francisco Basallote: “Casi todo perdimos / en la batalla / del tiempo, / desde su recuerdo / salvamos solo / instantes teñidos de sepia / que en fugaces destellos / vida recobran. / Casi todo perdimos. / Tan solo / nos salva la memoria”. Así es, también, en el poemario que ahora descansa en las manos del lector, ya que estos intensos e insondables poemas significan un canto dolorido, casi elegíaco, a otro momento más sosegado, más quieto, pero más impetuoso que el actual y que la poeta ha descubierto reposado, calmo, en el salón de la memoria, en el abrevadero blanco de los años pasados, en las canciones navideñas de unos niños encendidos, en las madreselvas del abuelo que expandían su cálido perfume por la tapia del huerto, en las caminatas junto a la Carrera del Darro, en las carpetas de Loli que contienen tesoros musicales, en el frondoso jardín de la Concepción o en los poemas de Miguel Fernández: Arcadias donde encontró, generosa, la felicidad y que aportan sentido e interpretación a la existencia, universos donde el tiempo se estanca para dar paso al prodigio de la inmortalidad, gracias a la resurrección que se esconde en las palabras.
La lectura de estos poemas va a suponer el descubrimiento de un mundo, que todos, alguna vez, creímos malogrado y que es salvado, rescatado, a través del deslumbramiento de la palabra lírica.
Encarna utiliza el recurso memorístico para rebelarse frente al destino, conjurando el extraordinario acontecimiento del regreso a los días dichosos, materializados a la luz de la memoria (“a veces la memoria sorprende / con un pavor de siglos”), para recomponer las costuras que hilvanan lo mejor de toda una vida, momentos que se componen, fundamentalmente, de estampas detenidas en la morada de los años felices.
La armoniosa cadencia con que está escrito el poemario me hace recordar el suave rumor de las olas sobre los acantilados de Aguadú o el gorjeo de las aguas bajando por las acequias de la Alhambra. Esa templanza rítmica confiere a La obra la eufonía necesaria para acompañar a la voz poética, sustentada sobre un lenguaje claro y preciso, de tonalidad asequible, encastrada con magníficos heptasílabos, endecasílabos o alejandrinos armónicamente elaborados, donde el verbo late acerado y el sustantivo se hace plástico y se estiliza mediante encabalgamientos espléndidos, constituyendo un texto hondo y repleto de emotiva intensidad, hermoso en su planteamiento, rebosante de una especial sensibilidad, cargado de delicadeza, intenso, arriesgado (por cuanto puede tener de personal, pero superando con creces lo anecdótico) y construido en la frontera de la épica de lo cotidiano, donde la poeta convierte en horas calmas el tiempo vivido: “Vas y vienes con una constancia / de amor renacido, / creando la urdimbre que nos abraza / siempre a pesar de los años”.
La historia no es un mero acta notarial de la vida de la escritora, ni una crónica o una simple autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de los recuerdos, de donde van emergiendo imágenes, experiencias, la alquimia de la existencia o el sabor doliente de quien ha sufrido, en el proceso de búsqueda que significa vivir, la travesía de aquellas lejanas islas que habitan suspendidas en el tiempo: en definitiva, un viaje iniciático hacia el interior para universalizar los sentimientos que atraviesan los días y sus horas.
Nuestra poeta es un ser que ha ido entrando y saliendo del salón de la memoria, atravesando el laberinto del tiempo, para recorrer con el paso de las páginas un álbum lleno de estampas que, a modo de impresiones, han quedado grabadas en el corazón de quien ha adquirido la madurez precisa y las contempla como un todo gracias a la evocación de la niña que le mira desde el otro lado del espejo para rescatar los paraísos perdidos.
Encarna León irá desgranando la visión de la realidad que perdura en el recuerdo para hacer fabulación de lo adyacente y conjurar el milagro, a través de esa dicotomía que late entre el ayer y el hoy, entre el olvido (muerte) y la memoria (vida), aceptación de nuestra sustancia, admisión de nuestra débil condición y con ella de la heredad que reverbera en la propia existencia, bajo la conmoción que supone la ausencia de los seres queridos, haciendo, desde esa terraza, trascendencia de lo cotidiano.
Y aquí reside la grandeza de este libro, pues con la utilización de materiales sencillos y nobles, bajo el amparo de imágenes ligeras y palabras gráciles, nos introduce en una senda de revelación, connotativa, casi de mística urbana, que deviene en un texto que transita, íntegro y meditativo, por la indagación reflexiva para cuestionarse, para cuestionarnos, acerca de la fugacidad de nuestra existencia: “Te pido que regreses con un fulgor / prendido al silencio que habita / en mis versos de hoy; y en esta soledad que el poeta se forja, / nos vengas a mostrar esa cara de Dios / que aún desconocemos”.
José Sarria
Secretario de la Asociación Colegial de Escritores de España
Sección Autónoma deAndalucía
PROEMIO
“A todos nos ocurre, / que ya estamos cansados / de ver cada mañana el rostro reflejado / en el mismo lugar… y te planteas de nuevo pasarte por la vida / –lo que te queda ahora– / con un nuevo disfraz, / y decides ser otra”. Alguien que se declara con el ánimo vivo de cambiarlo todo en un instante tiene todas mis complacencias, porque este yo poético veraz y tan humano rememora los versos estremecedores de Rudyard Kipling que han inspirado siempre mi obra y mi vida: “Si vuelves al comienzo de la obra perdida, / aunque esta obra sea la de toda tu vida. / Si arriesgas en un golpe, y lleno de alegría, tus ganancias de siempre, a la suerte de un día; y pierdes y te lanzas de nuevo a la pelea, sin decir nada a nadie de lo que es y lo que era (…) todo lo de esta tierra será de tu dominio. Y mucho más aún, serás hombre, hijo mío”. El impresionante poema del escritor británico nacido en la India justifica esencialmente el valor de la poesía, a la que se llega por el desprendimiento del mundo, por la abstracción de lo sensible que no implica su exclusión sino, muy al contrario, lo potencia, lo exalta y lo enaltece.
Encarna nació en Granada y en el bullicio del familiar huerto de celindas enjuagó el barro de su infancia. En su poesía más íntima, evocará la memoria entrañable de los abuelos, “cercanos, incendiados de amor, sencillos, generosos”; y el juego inquieto de sus hermanos Antonio y Juan en el patio encalado. No debió ser fácil (para una niña acostumbrada al hogar “donde la abuela encendía gozosa el carbón del invierno. Y todo era sencillo”) el traslado del padre a Melilla que se convertiría finalmente en su ciudad de destino. Allí nuestra escritora estudia, se casa con Rafael Imbroda, mentor excepcional y vivamente preocupado por la cultura, educa a sus tres hijos y trabaja como docente hasta que decide jubilarse para dedicarse integralmente a la familia y la literatura, aunque esta opción tan personal ya la había adoptado Encarna mucho antes, en 1980.
Gran parte de su producción literaria, en la que se alterna poesía y prosa, aparece traspasada por el embrujo de las dos orillas. Sin olvidar los rosales aventados de la legendaria Granada, poco a poco, Melilla va empapando los huesos y el alma de la escritora andaluza, hasta el punto de considerarse melillense de adopción. En repetidas ocasiones, la ciudad se convierte en tema capital de sus poemas: “Llega el tibio aroma de tu nombre: Melilla”. “Ascuas me navegan escondidas / cuando a tu lado llego”. “Melilla eleva al cielo su sonrisa de ave mensajera (…) / cuando besa la aurora de otros tiempos”.
Porque hemos acompañado a Encarna y Rafael por las tierras allende del estrecho, sentimos en la piel el ardor de sus cálidas arenas, pero sobre todo “la miel / de la amistad sencilla, pero fecunda siempre”. Como certifica Encarna, en la materia viva de sus versos, “tras la frontera (…) / supimos apreciar el valor de lo humano”. Esta adhesión y afecto demostrables, unidos a su vasta producción literaria, ha propiciado que el Certamen Internacional de Relato Corto creado en 2001 por la Consejería de Educación, Viceconsejería de la Mujer de Melilla, lleve su nombre, llegando a ser en la actualidad uno de los más prestigiosos en el ámbito del hispanismo. Encarna es presencia habitual en la prensa y televisión melillenses. Entre 1996 a 2006 dirigió el espacio literario “Artificios” en Radio Melilla de la Cadena SER. Y en esta línea colabora eficazmente con los más relevantes organismos oficiales de la ciudad autónoma: Consejerías de Cultura y de Educación y Viceconsejerías de la Mujer y de Turismo. Es miembro de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos desde 2003 y de la Colegial de Escritores de España desde 1988, habiendo sido designada delegada territorial por Melilla de ACE-Andalucía en la nueva directiva elegida en enero del año 2014.
Conforman su obra poética: Este caudal de mis palabras mudas (1984), La sentida armonía (1986), El vuelo de una sed (1988), Helena (1990), Sobre cristal desnudo (1994), Artificios de otoño (1995), Caudales de alborozo (poemas de la Navidad melillense, 1996), …Y te vas al Padre (1998), El huerto de celindas (2000), Donde navega el sueño (2000), Colección Peques (diez números de poesía infantil de tres a seis años, 2005), Como una música (sonetos, 2006), Tiempo de signos (2006), Lluvia de aljófar (2010), Querubines (poemas de Navidad para niños, 2010).
En su obra narrativa destacamos los relatos “Un sueño de gaviotas” (1999), “Diario de una ausencia” (2000) y los cuentos Estatuas de marmolina (2002), Gervas, el lobo bueno (2003), así como la colección Historias de Julia (compuesta por cinco títulos de narrativa infantil, 2008) y la novela breve La sonrisa de Ana (Historia de posguerra), publicada en 2013. Otros trabajos destacables son la letra del “Himno” para el IES Miguel Fernández de Melilla en 1997; el acto de desagravio a la Virgen de la Soledad, “Camino de soledad”, en 1998; y el Pregón de Semana Santa, “Jesús me ha llamado”, en 2003, siendo la primera mujer requerida por la Agrupación de Cofradías de Melilla para tal fin.
Y será también acreedora del primer galardón de “Melillense distinguido” que otorgará la Casa de Melilla en Granada, su ciudad en lejanía pero siempre en espera, con motivo de su VII Aniversario Fundacional. Su dilatada e incesante carrera literaria aparece tachonada de premios y reconocimientos: En poesía, obtendrá en 1980 el premio Peliart, primero de muchos que vendrían posteriormente y le prestó el ánimo preciso para seguir escribiendo, consciente de saberse reconocida en la opinión de expertos escritores. En 1982, obtiene el primer premio regional para Autores Noveles, convocado por el Ministerio de Cultura; en dos convocatorias sucesivas (1998 y 1999), el primero y segundo premio Pedro de Estopiñán en Valencia; y, 2004, el primer premio Figuras Alegóricas, convocado por la Consejería de Cultura de la ciudad autónoma de Melilla, donde volcará toda la riqueza personal e intelectual que destila. Ha sido asimismo finalista en diferentes certámenes como el internacional de poesía y narrativa, Horizontes Literarios, en 2001, convocado en la ciudad argentina de Córdoba. En 2005, hará doblete como finalista en el I premio Plumier de versos de Sevilla y en el III premio Caños Dorados convocado en la localidad cordobesa de Fernán Núñez, consiguiendo en 2008 quedar finalista en la convocatoria del IX premio El Ermitaño del Puerto de Santa María. Sus trabajos han aparecido en varias revistas literarias nacionales como EntreRíos (Granada) y Tres Orillas (Algeciras); y muchos de sus poemas han sido recogidos en antologías nacionales y extranjeras como Roquedal azul. Antología de poesía melillense (2010) y Versos para Melilla. Itinerario Poético (2011). En el año 2009, la Revista Intercultural Tres Orillas (nº 13-14), editada en Algeciras (Cádiz), al cuidado de Paloma Fernández Gomá, le dedicará, en el apartado “El autor y su obra”, un emotivo homenaje.
En el primero de los estudios que se le dedican en este monográfico, firmado por Susana de los Ángeles Medrano, Encarna manifiesta sus preferencias literarias: los grandes clásicos, el romántico Bécquer, el modernista Rubén Darío, los poetas del 27, la argentina Alfonsina Storni, el melillense Miguel Fernández y algunos de los actuales como el valenciano Jaime Siles, la almeriense Ana María Romero Yebra, la madrileña Luz María Jiménez Faro o la cordobesa Juana Castro; sin embargo posteriormente confiesa que será con Artificios de otoño (1995) cuando descubra su “propia voz”, esa voz personal que le reclamaba su amigo y gran poeta Miguel Fernández, “libre de toda influencia producida por las lecturas o consejos de otros escritores”; declaración que concita rebeldía y ternura para ganar en profundidad de pensamiento y vigor expresivo.
Aunque sostengo que es imposible desasirse de todo lo heredado porque subyace en la materia de la que se forja lo adquirido, sí es cierto que llega un momento en la escritura, como quizás en la vida, en que la acción pretende responder al pensamiento, creyendo entonces posible adecuar la idea a la palabra, aun conociendo en el fondo la poderosa dificultad de someter el idioma rebelde y mezquino, al que lo entregamos todo y solo nos devuelve, de vez en cuando, alguna ráfaga de perdurable luz: “Mi vida, ¿para cuándo?”. Advierto en el contundente final de esa “Letanía reflexiva” un azorado amargor, no muy distinto al que sentimos los seres humanos, cada uno engolfado en sus propias quimeras, ansiando lo posible y lo imposible.
Ciertamente, en la poesía de Encarna subyace un inequívoco clamor que nos advierte sobre la desarmonía de la condición femenina, el ingénito esfuerzo por avanzar en un sendero plagado de añagazas y prejuicios: “Mi conciencia y yo / cuánta lucha diaria / mantuvimos silentes”. Pero Encarna no se postula como una feminista belicosa; en su palabra se justifica la razón de ser de una mujer que pide ser reconocida como tal en su debilidad y su pujanza, en su ardor y su hielo, en su braveza y su ternura, en su necesidad y su entrega. Este deseo equilibra el fiel su palabra: “Me he puesto a escribir / por ver si con los versos / curaba mis heridas”. La soledad, el desamparo, el irreparable paso del tiempo nos acucian, pero esto no priva a Encarna –que, en nada es ajena a lo humano– de cantar a la vida, a la naturaleza, de mantener erguida la fe y la esperanza.
En el espléndido trabajo que José Luis Fernández de la Torre realiza sobre la obra de Encarna León, el crítico advierte cómo la hiperbolización de lo femenino entiba el universo doméstico de la escritora. Las circunstancias exteriores condicionan el espacio interior quebrando la armonía y provocando la angustia. La disyuntiva entre lo femenino y los roles que esta calidad entraña provoca reflexiones capitales que se expresan a través de un lenguaje evocador y límpido, pleno de sugerencias y emociones contenidas, un espacio original que sigue fluyendo incontenible.
Como la de todo gran escritor, su vida se yergue sobre la pasión de las palabras que la conducirá siempre. No hace mucho me llegaba un extraordinario volumen compilador de toda su obra poética, titulado El color de los ritos. Obra poética 1984-2010, con un documentado y exhaustivo estudio de más de ciento treinta páginas firmado por José Luis Fernández de la Torre, catedrático de Lengua Castellana y Literatura y exdirector provincial del Ministerio de Cultura en Melilla, que culmina acercándonos a los dos ámbitos que trazan el mundo lírico de Encarna León, Granada y Melilla, “en torno a un yo configurado por la memoria y la nostalgia”.
Si conocierais el lugar en Melilla donde transcurre la mayoría del tiempo vital de Encarna León, comprenderíais perfectamente el universo poético que envuelve Rumor de oleajes, un canto cósmico al horizonte ácueo donde la vida nace o se destruye con su poder paradójico y omnímodo: “En azul eléctrico la tarde tiñe este mar / compañero que, a diario, me ofrece / un inmenso mensaje de paz y sobresalto”. Poseidón regresa de su letargo ácueo en los versos de Encarna para mostrarnos cómo, desde el origen del mundo, su poder demoledor y balsámico ha marcado el destino de la humanidad, contendiendo con el poderoso Zeus, su belicoso hermano, en infatigable hostigamiento: “un sueño / de espumas el que acaricia ahora / con disfraz de dulzura, para empujar / voraz al más profundo abismo”.
Una cita del poeta alicantino Antonio Porpetta, enamorado del infinito piélago como nuestra poeta granadina, anuncia el título y el tono del poemario: “el mar es una extensa / llanura de abandono, / un repetido miedo su oleaje, / una sonora cárcel su rumor”. La palabra nos identifica. No somos lo que decimos sino decimos lo que somos. Y Encarna asume en su poesía el clamor romántico que aúna naturaleza y hombre, en densa concepción bíblica, porque, en su verbo limpio, humanidad y paisaje se integran sin aspereza, conviven en armonía, se levantan como bloques complementarios ejerciendo acciones coadyuvantes, ríos que desembocan en el mar común de la existencia: “Entonces surco con alas de cristal / mi propio tiempo / (…) / un corazón es el que vuela al compás de las aves”.
Memoria y tiempo son goznes indefectibles en la poética de Encarna León. Así el tempus irreparabile fugit marca su producción poética pero en ningún momento lastra el entusiasmo de vivir: “Las casas hechas ascuas / el monte en su silencio/ la cruz en abandono (…) y yo, toda expectante, / al saber que hoy existo”. El paso del tiempo se acepta con placidez, el otoño vital con benevolencia, como la naturaleza asume su mudanza en el tránsito de las estaciones, aunque no sumisamente porque en esta aceptación de lo inexorable se alza el clamor manriqueño del ubi sunt con su azar irremisible: “Pero las horas ¿dónde fueron? / ¿Dónde recuestan su silencio fresquísimo?”
¡Qué creador no ha sentido la necesidad de trasladar a cognición poética las emociones del alma! Tanto aquellas que nos estimulan positivamente —el amor, la paternidad, los afectos— como las que nos arrastran a los abismos del dolor —el materialismo, la soledad, el olvido—. Estos sentimientos se van engranando en el poema para forjar un entramado temático axial que se ramifica en escenarios adventicios pero no por ello menos capitales, porque explican o revelan con diferentes matices las magnitudes esenciales y aportan el color necesario que todo buen poema necesita a fin de crear un universo propio, donde lo empírico se abstrae y se materializa lo sentido. No hay más que explorar en los procesos enumerativos del poema “Atrapada en el paisaje” para comprender esta traslación metafórica de la vida a la palabra, de lo entrañado a lo ecuménico, de lo cotidiano a lo intemporal.
Homérica es, sin duda, la poderosa atracción del mar y su magia inasible donde se concitan las leyendas de Ulises y el duro trabajo de los pescadores, “hombres curtidos / por vientos de poniente y levante”, que apenas duermen “vigilando las redes”, que se arriesgan en la penumbra, el vaho nocturno y el silencio, para no obtener en demasiadas ocasiones el fruto debido a su trabajo, lo que ocurre tantas otras veces con la incierta vida de los seres humanos, referente hipertextual y suprametafórico que traspasa toda la poética de nuestra escritora: “El copo se ha disuelto entre / las olas, como la vida misma / se disuelve en el tiempo”. Y, en este encuentro o desencuentro entre la realidad y la ficción literaria, surge humanamente próvida la tragedia inhospitalaria de la inmigración: “cuando llegue el momento en que las olas / callen de una vez para siempre / sus tristes canciones de pateras”.
Porque Encarna no se olvida de proclamar en su palabra poética el amor y la esperanza. El amor que nos remite a las cantigas galaicoportuguesas de las mujeres que esperan el regreso de los navegantes y que se convierten en heroínas, “novias del mar en busca del amado”, evocando los vestigios idealizados de los poemas épicos que cantaron los azares de los héroes: “Tal vez fueron sirenas siguiendo / entre las aguas a sus fieles amados”. Y la esperanza que funda en el mágico embrujo del mar, donde riela la luz, el destello de todos los barcos que van y vienen en libertad de un país a otro, sueño posible pero ciertamente improbable mientras nos separen fronteras y convenciones. Pero siempre el amor y la esperanza, porque, como recita Rafael Guillén, ese poeta andaluz tan cercano y tan cósmico, “no es frontera el mar por este canto. / Solo es agua, y el agua como el llanto / une a los hombres más que los separa”. Desde ese interior invisible que puja por evadirse de todos los encierros, Rumor de oleajes se nos descubre culminado, aunque a partir de ahora es cuando se abre a la dimensión de lo visible.
Manuel Gahete Jurado.
Catedrático de Lengua y Literatura.
Presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España.
Sección Autónoma de Andalucía.
ENTONCES EMPEZÓ EL VIENTO
José María García Linares.
Antes que nada quisiera manifestar un pensamiento, me ha surgido al iniciar este acto de presentación de Entonces empezó el viento. Es el siguiente: No me veo aquí, en la mesa junto al autor, sino entre el público con los ojos clavados en quien debería estar presentando la obra. Me refiero a José Luis Fernández de la Torre, a quien tanto queríamos Josemari y yo, y otras muchas personas. Él realizó el prólogo bajo el título, “José María García Linares o el deseo de los nombres, y la nostalgia de la palabra frente al olvido”, lo realizó un día ya lejano, antes de que nos dejara definitivamente el 13 de enero de 2018, fecha muy triste para todos.
Este encendido recuerdo no lo podía silenciar. Dicho esto, continuemos.
La obra consta del mencionado prólogo y de tres partes, cuyos títulos son “Muchos años después”, “Murmullo de geranios antiguos” y “Espejismos”. Yo diría que se corresponden, en el mismo orden, a la soledad, la palabra y a Melilla. Aunque los tres elementos se significan a lo largo de toda la obra.
Entonces empezó el viento lleva una cita inicial de Fernando Pessoa que lee: “Siempre fue así mi vida, y así es como quiero que pueda ser siempre” y a continuación José María nos indica que él quiere ser: “Palabras / ordenadas en poemas, /una vida de papel. / Una hoja que respira”. Ciertamente el poeta se identifica en la escritura y la necesita para vivir y comunicarse. No se reconoce de otra manera ante la vida. He aquí el porqué de ofrecerse en este poemario a todos nosotros, a todos los lectores posibles. En otro momento afirma: “Soy lenguaje al borde del abismo”
Coincido con Fernández de la Torre, en su prólogo, en la constante presencia de García Márquez y sus Cien años de soledad, en esta obra, así como la evocación de algunos de sus personajes a través de los versos de García Linares. Referencias que pueden observar detalladamente cuando lean Entonces empezó el viento.
De mi amistad con Miguel Fernández, otro amigo común, recuerdo, con frecuencia, muchos momentos de ocio, amistad y los relacionados con la cultura. Con respecto a estos últimos, los momentos culturales, seguí sus consejos cuando iniciaba mi andadura por la literatura, por la escritura. Me decía Miguel:
“En poesía todo está dicho. El poeta, desde siempre, ha escrito sobre los mismos temas universales: el amor, la amistad, la familia, la naturaleza, la soledad… y sobre sus circunstancias personales. Lo importante es escribir, comunicarlo de otra manera, con personalidad, para que el tema cantado resulte nuevo, original”.
Y descubro que estamos José María y yo escribiendo sobre estas cosas sin habernos puesto de acuerdo. Al escribir sobre la soledad elegimos, los dos, para referenciarla en nuestra obra, una cita de María Zambrano que dice: “Escribir es defender la soledad en la que se está”; esta misma cita la incluí en mi libro, inédito, “Gardenias para ti”; o como se pronunció Leopoldo de Luis en su poema La Soledad: “Llegó la soledad, y no me he muerto. / La soledad me abre su desierto / y me quedo a vivir entre sus brazos”, versos de su libro Cuaderno de San Bernardo.
García Linares lleva, como sustento y base de esta obra la soledad. Si leyésemos las palabras de Zambrano, las de Leopoldo de Luis, las de García Linares y las mías, podríamos observar los distintos matices, tan diferentes, de esa soledad cantada por cada uno de nosotros y recordaríamos así las palabras de Miguel Fernández, que cité anteriormente. Debo manifestar, públicamente, mi asombro por la forma de expresión de este joven poeta ante este tema vital. Observen. Leo unos versos de su poema “Centenaria soledad”:
[…] “Cuando arrase la lectura este poema / y contemples mi reflejo en el vacío, / no dejes que el olvido me triture. / Vuelve a mí, a mi palabra, / a esta centenaria soledad / siempre a la espera”. Impresionante pronunciamiento.
Coincido también con el poeta en otro tema, incluido en esta obra, que es común en la poesía, en nosotros los poetas, los que abandonamos, por distintas razones, la tierra que nos vio nacer; es el de la añoranza por el terruño, por el tiempo feliz de una infancia y/o adolescencia transcurrida en lugares, ahora lejanos, tanto física como emocionalmente. Siempre van a estar ahí, muy dentro de nosotros y, a veces, la memoria empuja y los saca a flor de piel, y es entonces cuando el poeta necesita cantarlos. Son las raíces, la infancia, la tierra, nuestra ciudad. García Linares vuelve a ella a través de los versos con los que va confeccionando poemas de encuentros, vivencias, nostalgias que anidan muy vivas en algunos lugares de su Melilla. A modo de ejemplo, unos versos de “Sagradas escrituras”:
[…] tus manos escriben en mí / la historia perdida del tiempo, / palabras de acuarela en el costado, / jazmines de salitre en las pupilas […]
La lectura de estos versos me traen la presencia de otro amigo muy querido, Eduardo Morillas con sus marinas, sus acuarelas, las mismas que se encuentran colgadas en muchos hogares melillenses, que también serán memoria del pintor y la ciudad.
García Linares siente y evoca esa nostalgia desde las dos orillas, desde su infancia melillense que conforma el pasado y la orilla canaria de su realidad actual, y así escribe: ”Ya no hay ley que oprima mi memoria / ni lava que calcine aquellos sueños”.
Hace un ejercicio de madurez extraordinario al ejercitar esa memoria, al igual que lo hace con el tema de la soledad, porque, insisto, es muy joven para tener esta perspectiva del tiempo tan perfectamente perfilada. Estos temas, la soledad y la memoria de infancia, son recreados por poetas de cierta edad que ya hemos hecho un largo camino por la vida. ¡Cuántas veces y cuántos versos he dedicado, yo, a Granada, mi ciudad natal! Hay una necesidad del canto poético en base a estas circunstancias de lejanía y memoria.
Linares tiene unas palabras hermosas y de recuerdo para Melilla cuando escribe:
Asómate a estos versos, y aunque sufras,
observa la ciudad y sus silencios,
el eco de tus noches olvidadas,
el pálido rumor de amaneceres,
sus plazas, sus comercios,
los rostros, las palmeras y la vida.
Estás allí en el espejo
de todas las palabras que dijiste,
al otro lado de ti mismo,
en el vuelo febril de unos poemas.
En tu reflejo.
A través de los poemas de este apartado el poeta va transmitiendo sus deseos de comunicación, sus propias reflexiones personales sobre el mundo y lo que le rodea, con hermosas imágenes poéticas y originales metáforas. Para mí, aquí está la esencia de la poesía, en la imagen y en la metáfora, que hacen que la poesía se distinga de la narrativa, además de conservar el ritmo y la métrica. Algunos ejemplos. Josemari escribe:
“No hay recuerdos / en las canciones de la lluvia”; “Ayer llegó la lluvia al dormitorio. / El barro y el verdín al corazón”; “Los cuerpos derramados, / se mecen en los pétalos del tiempo”; “Vivir siempre es perder, / como pierde un pincel / su gota de locura”; “Como la lluvia muere en el asfalto”; “Éramos jóvenes. / Éramos el aroma de la vida” o “Sabe a verde la brisa… Con ellas, con estas imágenes va mostrando los escenarios de sus vivencias. Nos habla también de bazares, mareas, flores, columpios, libros, gaviotas, vuelos, almendros, montañas, mares, rocas…, y nos dice: “Quiero dejarte un mundo / cargado de palabras y relámpagos”.
Como resumen de esta primera parte podemos decir que, en ella, encontramos la fuerza de la voz de José María García para comunicar universos, con un cromatismo de versos expuesto mediante la palabra como vehículo de amor y conexión con la naturaleza y los hombres; deseos de construir un nuevo mundo lleno de palabras, palabras con matices, responsables, amorosas, solitarias que, a veces, arrastran felicidad o desolación.
A lo largo de todo el poemario y más expresamente en el capítulo intermedio, “Murmullo de geranios antiguos”, se ofrece un homenaje a la palabra en sí, José María quiere permanecer en ella, quiere estar dentro del libro, de sus palabras y así se reafirma en los versos que leen: “Soy una vida de papel / una hoja que respira”. Es decir, se comunica con el mundo mediante la escritura. En el poema “Los manuscritos” dice: “Busco la luz o las palabras / para encender el mundo, / hacer de lo lejano una morada, / un texto oxigenado y habitable”. Y es que, efectivamente, la palabra lo es todo, es algo fundamental en toda relación y memoria. Ya lo dijo Manuel Gahete en el preámbulo de La luz impasible. Álbum de paisajes, “[…] solo la palabra persiste tras la nada […]”, “[…] Porque la palabra salva incluso hiriendo […]”. Vienen, también, muy a propósito para el tema que tratamos, recordar algunos versos de Julio Alfredo Egea de su poema titulado, precisamente, La Palabra:
[…] quizá cuando en la infancia se descubrían los cielos,
y el aire quieto alzaba sus pájaros azules,
ya estaba la palabra ensayando su forma
de volar, desnudando la carne del harapo,
presintiendo ser única al sentirse elegida. […]
En esta línea el poeta se reafirma y dice. “Así me hago, / palabra por palabra”
La tercera parte, bajo el título “Espejismos”, va dedicada a Melilla y a la infancia, memoria y nostalgia del autor. En su primer poema, “La Fundación”, José María expone, en un hermoso y largo poema, los orígenes de Melilla como ciudad española, una hazaña hoy olvidada por muchos. Lo hace utilizando palabras muy significativas como riscos, sirenas, galápagos, luna, barcos fondeados, débiles antorchas, botes de infelices cargados de armas y penurias… También se duele del olvido de estas raíces cuando escribe: “ […] hemos olvidado nuestro ayer”, “son los pájaros del mar / los que conocen las verdades / de los buques malheridos […]”.
Me sumo al reconocimiento de nuestras raíces y deseo que, en este tiempo presente y en el venidero, los melillenses no nos olvidemos de nuestros orígenes españoles.
Volvamos al poeta, él quiere volver a su ciudad, de hecho, lo hace todos los años, y escribe convencido:
Querrás volver allí, de donde huiste
creyendo perseguir lo que era tuyo
y fue de nadie.
Los sueños que inventaste sin saber
qué es lo perdido, lo pasado.
El sueño verdadero.
Rescata sus pequeños años del olvido, en esa memoria de infancia con los versos: “Llueven pequeñas flores amarillas / sobre columpios oxidados” y afirma contundente: “Solo en el origen / se encuentra nuestra esencia”
Y para rubricar, con fuerza, ENTONCES HABLÓ EL VIENTO, este trabajo que hoy nos reúne, para cerrar su contenido, José María García Linares nos susurra amablemente al oído y pronuncia:
“Lo que soy / es un recuerdo / que una vez /tuve de niño”.
Muchas gracias.
Encarna León
Melilla 26 de julio de 2019
Ya existía un antecedente. Braulio León falleció el 12 de mayo de 1997. Poco después su hija, la escritora y docente, Encarna León escribió y publicó un precioso y dolorido libro de versos titulado … ”Y TE VAS AL PADRE” (Ediciones Torremozas 1998). “No lloraba, tal vez porque mis lágrimas se iban transformando en frases, palabras y versos…”. Ahora, estas contenidas lágrimas ya son parte de otro libro, LA LLUVIA QUE ME HABITA (GEEPP Ediciones 2019), donde es de nuevo, veintitantos años después, el padre un delicado protagonista. El hermano de la autora, también llamado Braulio, es coautor del volumen pues sus propios versos o pensamientos y las excelentes fotografías se mezclan con la creación lírica de la autora.
En el prólogo a este libro José Sarria escribe sobre Encarna: “utiliza el recurso memorístico para rebelarse frente al destino, conjurando el extraordinario acontecimiento del regreso a los días dichosos, materializados a la luz de la memoria…”. En la contraportada, una sofisticada fotografía y un texto (“A veces los sentimientos/ pueden proyectarse sobre las añoranzas”) obra de Braulio León, indican que la figura y la obra del padre siguen vivas en el pensamiento y en la existencia de la autora. “Padre, tú eres la piedra”, escribió Vicente Aleixandre.
Encarna León, Delegada Territorial de la Asociación Colegial de Escritores de España, ACE-Andalucía, continúa ofreciéndonos un interesante poemario donde ya, decididamente, todo se convierte en música, en palabras para la eternidad. Y, por estas páginas, van trascurriendo, alegrías y dolores convertidos en memorables frases, en versos rotundos, en ritmo. En “Pórtico” leemos: “Fue hermoso ese tiempo,/ aquel que se bordara con fulgores/ azules y siempre acompañaba”. Y, enseguida, la distendida imagen del padre caminando hacia el futuro y bien acompañado, por una alameda al parecer otoñal, fotografía nítida y sorpresiva, “Ha pasado el tiempo y aún sigues en mí/ con el pesado letargo de tu nombre”. En la infancia abrigada con el calor bienhechor del padre, con la llama encendida del hogar, Encarna se pronuncia: “Vas y vienes con una constancia de amor renacido…”.
Pero el progenitor es sólo una afectuosa disculpa. En el mismo atado de la memoria la autora va a incluir a otros seres cercanos, a aquellos que fueron compañía y presente a su lado, quienes son parte de la eternidad aunque vivan a su lado de forma permanente, los cuales fueron, como escribió Concha Lagos “Unidos al vivir, inseparables…”. Cuando dedica unas páginas “A María, mi madre” nos ofrece un perfecto “Acróstico familiar” (“Mamá ahora que estoy sin ti,/ Alumbras mi vida con tu imagen,/ Remanso de amor y de dulzura,/ Íbamos por caminos de la infancia/ Allí donde tu calor llegaba derramado”. Y sigue la pasión de los recuerdos, “Hoy estás en todo cuanto toco…”, el olor y el dolor de lo cercano: “Hoy me vestí de ti…”.
Sarria ya advierte que, “La historia no es un mero acta notarial de la vida de la escritora, ni una crónica o una simple autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de los recuerdos, de donde van emergiendo imágenes, experiencias, la alquimia de la existencia o el sabor doliente de quien ha sufrido, en el proceso de búsqueda que significa vivir, la travesía de aquellas lejanas islas que habitan suspendidas en el tiempo; en definitiva, un viaje iniciático hacia el interior para universalizar los sentimientos que atraviesan los días y las horas”.
Los afectos fraternos suelen ser inmensos, perfectamente implicados en una relación íntima que ni el tiempo es capaz de romper. Aquí, en los versos dedicados “A Loli, mi hermana” hay una infinita dulzura, un recuerdo capaz de saltar por encima de los dolores y los aspectos negativos de la separación: “Nada es igual como cuando/ tú estabas toda llena de luz/ y tus labios eran música en todas nuestras fiestas”. Además acompaña un pequeño texto de Braulio y una curiosa fotografía triplicando la imagen de la protagonista (“En este cumpleaños tan vacío de ti…”), como formando parte de ese entramado de la eterna memoria, del tiempo colapsado por las ausencias. En “La caricia del viento” Encarna comienza diciendo “He dejado abierto el ventanal por ver/ si con la brisa te llegabas a casa” que en el transcurso del poema resuena como un grito de amargura un tanto especial: “Espera, no te vayas, no quiero despertar/ a este gris destino que se hace océano/ y me ahoga y me oprime”. Blanca Sarasua solicitaba “Firmemos un contrato con el tiempo…”. Así parece hacerlo la autora granadina-melillense para, casi egoístamente, tener cerca al menos en la memoria a los suyos.
Sigue un delicado poema dedicado “Al abuelo Juan” con esas “Emociones de niña vividas /al calor de un abuelo…”, que trata de anclar la infancia y el cariño en las páginas del poemario. Y una serie de composiciones, “A mis amigos” o sin epígrafe completan el ejemplar. A Miguel Fernández, poeta melillense de incesante recuerdo, dedica Encarna León ese “Periódico con fecha”: “Era tu nombre abierto en la memoria…”. Aquí y en los siguientes poemas es la verdadera amistad, esa intensa relación de admiración y apoyo, el horizonte abierto de la comprensión y la benevolencia lo que, de forma espléndida, nos permite conocer el valor exacto de los seres cercanos, casi íntimos o al menos próximos. A Lola Bartolomé dedica la autora “Te vives en el sueño” (“Es un dolor muy dulce el que hoy te acompaña…”), para Manuel Rodríguez Vargas es “Thanatos”: “Ya vuelas como pájaro con tañer de campanas,/ con mesurados pálpitos por cielos infinitos”. Y “Entorno de amor” es para Lázaro Fernández, “Como ausente y perdida, vuelvo/ a pensar en la obra redentora”.
Tras un cielo extrañamente dulce con esas nubes de borrasca en las alturas, el reflejo del intermedio blanco y gris y el horizonte soleado que cae sobre el mundo y una meditación de Braulio León, el hermano de la autora (“Aunque a veces asusten// tormentas, vientos y chaparrones….”). Llegan dos poemas reflexivos, vivenciales, armónicos, “Paseo incinerado” (“Hay plenitud floral,/ desasosiego humano”) y “Nichos de la infancia” donde se anota lo que sucedía, por ejemplo, “cuando el ocio era hallado rutinario”.
Dos espléndidas citas cierran el libro de versos de Encarna León, una de Diego Jesús Jiméne: “Si debemos morir, ¿por qué la vida,/ sobre cualquier lugar de la memoria,/ continúa esperándonos?” y la última del ya citado Miguel Fernández: “…porque tan sólo muere/ aquello que ya nunca nos crece en la memoria”.
Manuel Quiroga Clérigo
Majadahonda 22 de Febrero de 2020
EPIFANÍA
Manuel Gahete
Ediciones Detorres Editores, 2023
PRESENTACIÓN
Por Encarna León
A Manuel Gahete le nominaron “poeta de la luz y el fuego”, en Ceuta, en las Jornadas Literarias del IEC (Instituto de Estudios Ceutíes, 28-11-2023). Me pronuncio al respecto y afirmo que, también es poeta de labios y aguas; del amor y de la vida; hombre de sombras y luces; poeta de la elegancia y la sensibilidad.
Todas estas sensaciones, y tal vez alguna más, he experimentado al leer su obra EPIFANÍA que hoy nos reúne, espero que también vosotros tengáis la oportunidad de disfrutarla al completo.
El poemario Epifanía -hermoso título- consta de tres apartados I DEL PECADO Y LA VIRTUD (14 poemas); II SOBRE UN RÍO DE FUEGO (14 poemas) y III LO QUE QUEDA DE LA NADA (14 poemas). En Epifanía veremos, según Francisco Morales Lomas, desvelamiento, rigor, erudición, lenguaje elaborado de poeta culturalista. Su estilo.
Para mí, además, Epifanía es un libro vivencial, común a todo ser humano pues en él se van visibilizando los múltiples caminos del hombre, desde su nacimiento hasta esa estación de la vida que se aproxima al final, donde uno se interroga, ¿por qué estoy aquí? ¿cuál ha sido mi misión en el mundo? ¿la he cumplido? En este recorrido por la vida a veces hemos sido felices y en otras sufrimos. De ahí las luces y las sombras.
Es un libro de reflexiones profundas, donde se nos invita a mirarnos en él a modo del espejo de la vida y analizar nuestros pasos con los que estaremos o no de acuerdo, ahora, desde una nueva perspectiva por el paso de los años, desde la madurez, y así mejorar nuestras relaciones con los demás y construir entre todos espacios más solidarios. Epifanía es un libro de amor y desencuentros, de dudas, de decisiones importantes, lo iréis viendo en el transcurrir de su lectura.
Me he permitido calificarle ‘poeta de la elegancia’ porque desde que conozco a Manuel Gahete así me lo ha parecido en sus facetas tanto de escritor como persona. Lo es por su palabra acertada, limpia, evocadora, con matices precisos, con mensajes directos, suaves, persuasivos; palabras cargadas de respeto hacia el otro, con armonía y llenas de gran valor académico y formativo. Todas esas cualidades que resalto en su creación, también le acompañan en su manera de ser como persona. Es un buen comunicador tanto desde la creación literaria como en el ámbito social.
Vamos a adentrarnos en el fondo de Epifanía. En primer lugar, quiero deciros que me ha sorprendido muy gratamente poder escuchar los poemas de esta obra, en la propia voz del poeta, os gustará la cadencia de su voz al percibirla a través de un código QR que encontraréis en cada una de sus páginas y así, tener el recital completo ofrecido por el autor.
I
DEL PECADO Y LA VIRTUD
Siguiendo el título de este apartado Gahete ordena los poemas alternativamente con un poema que yo considero positivo o bueno y otro negativo o malo, así lo interpreto según mi propia moral al leer los títulos: Soberbia-Humildad; Avaricia-Generosidad; Lujuria-Castidad; Ira-Paciencia; Gula-Templanza; Envidia-Caridad; Pereza-Diligencia. Siguiendo este orden el poeta nos va mostrando sus deseos de comunión con el otro y se expresa así:
(…) ¿Cómo podré seguirte/cómo ahogar mi tristeza? (…)
Mediante la generosidad resurge ante el mundo impulsado por el deseo de amar y confiesa que quiere ‘desnudar el labio para el beso’. A veces, por la fuerza de ese deseo, siente la necesidad de rebelarse e incumplir las normas, quiere ser menos bueno y más rebelde y escribe:
(…) extirpar de este cuerpo abotonado
tanta puta razón por la que existo.
El poeta se expresa de esta forma porque está lleno de fuerza y dispuesto a la batalla del amor. Habrá momentos para el dolor y la rabia, para la culpa que le lleva a las heridas, también, ya sosegado, para el lenguaje del beso y de las aguas.
II
SOBRE UN RÍO DE FUEGO
Manuel Gahete no se olvida de su Córdoba natal, tierra de orígenes fecundos, donde va experimentando, entre naufragios y días sublimes, ese pasar por la vida, ese dejar la marca de sus huellas a través de hermosos versos con los que muchos de nosotros nos identificaremos en algún momento. Enmarcado en su lugar de nacimiento el poeta evoca los orígenes en Heredad de Tharsis, donde habita belleza, orden, fidelidad y también un dios del dolor a quien tiende la mano, clama al amor para alejar tristezas y alcanzar una plena armonía. El poeta nos invita a leer:
(…) Bienvenido al amor
aunque me ofrezcas
al final de la lluvia de los días
un alud de silencios infinitos
donde verter los ríos de mi alma.
En Alba en Alberti, Manuel, nuevamente vuelve al amor a través de los labios y las aguas, y al final se pronuncia:
(…) Y fui tuyo en el agua y en la sed
y mis ojos
espejo de tu imagen y semejanza tuya.
En Girándula nos presenta una escena familiar, un lugar por donde transcurre la vida con sus guiños, y donde los hijos acompañan con sus afectos y sus silencios. Nos recuerda esa moral perfecta de lo bueno y lo malo. Hay un frente a frente del hombre con la historia, con sus aciertos, dudas y reflexiones y así, lee el final del poema:
(…) Ya solo me consuela escribir tristes versos.
Yo creía en los hombres, pero es cosa de antaño.
Gahete analiza su existencia con la memoria del tiempo transcurrido, ve pasar su infancia y juventud, y en su madurez se siente: ‘mendigo acomodado’, ‘señor en su miseria’, ‘vagabundo sin sentido’, ‘falso rey’… para reafirmarse como:
(…) Yo soy un hombre con olor a barro
y el cuello yugulado por heridas.
Sí, tal vez sea de aquí, más voy de paso.
En otro de sus poemas, con referencia a Córdoba, canta al patrón de la ciudad, San Rafael, en su ubicación en el puente, testigo de aguas cordobesas que se deslizan bajo la pétrea imagen del arcángel y más adelante, en un acto de Recapitulación, nos regala su palabra:
“Negué la realidad, amé el deseo
y obtuve la certeza de la duda (…)
Con seis haikus, Manuel, en la composición titulada Haikus para un tiempo gris, dedica sus versos a entrelazar la naturaleza con la vida. Sigue esta comunión de enlazar elementos y circunstancias; en Poema tirano establece un paralelismo entre su nacimiento humano y su nacimiento a la creación literaria. Avanzamos en la lectura y nos vamos percatando de las huellas que el poeta va dejando en el mundo. Él, va paseando por la vida y nosotros no dejamos de observarle mientas nos recreamos en la lectura de Epifanía. Pasea por distintas etapas y, en plenitud de vivencias, se ofrece tal como es a través de la palabra y se hermana con sus semejantes con el abrazo, la verdad y el cariño, y escribe:
(…) para todos los labios ansiosos de palabras
de fe, yo tengo besos de savia y de consuelo (…)
No quiere gritos ni heridas ni llanto, sino el amor por la vida, y así lo manifiesta en los versos que cierran el poema Hermana palabra, que lee:
(…) Pero puedo deciros que este amor por la vida,
aunque a veces turbado por temores y dudas,
siempre puso en mi boca el aliento de un salmo.
III
LO QUE QUEDA DE LA NADA
Comienza esta tercera y última parte de Epifanía con dos acertadas citas, una de Richard Bach que dice:
Vive de tal manera que nunca te avergüences si se divulga por todo el mundo lo que haces o dices…aunque lo que se divulgue no sea cierto.
Y una segunda de San Juan de la Cruz, que lee:
También en soledad de amor herido
Estas dos citas me llevan a mi propia memoria, a mi creación pues las utilicé en dos poemarios ya publicados, Tiempo de signos (2006), una historia de la música (prosa poética) y en La sentida armonía (1986), plaquette de tema familiar que abre con la cita de San Juan de la Cruz antes mencionada.
¿Por qué será que los poetas coincidimos, muchas veces, en cantar los mismos temas o nos vinculamos fuertemente a los mismos autores? He ahí el gusto por la palabra.
En este último apartado observamos que a Manuel le salvan las palabras, las suyas, en momentos tanto felices como delicados. Se sabe libre, seguro y se acepta tal como es; no quiere cambiar porque sabe que, a pesar de todos los momentos vividos, él siente un algo especial y lo expresa así en los últimos versos del poema:
(…) Un rastro de amor y fuego
que no sé de dónde nace
pero germina en mi pecho.
Otra vez Manolo vuelve a San Juan de la Cruz cuando el santo escribió: “…y déjame muriendo/un no sé qué que queda balbuciendo”. Palabras con la que yo cerraba mi plaquette familiar La sentida armonía.
Dice Manuel que algo germina en su pecho…
Es un germinar feliz en el que se complace el poeta. Gahete se mece entre sus veros, sus palabras no le caben en el alma y las deja fluir, escapar, y con ellas comulga y vive el amor, la soledad, el dolor, la duda. Sus versos son ‘lágrimas del llanto de la lluvia’ de esa lluvia nutricia que alimenta su creación y su fe por encontrarse así mismo. Nos regala, en su poema Patrimonio, unos versos finales que nos acercan a él:
(…) Tengo como un fanal de luz eterna,
como un crisol de sol imperturbable,
versos que no me caben en el alma
y son como gaviotas en la tarde.
En el poema De lo que me gusta hablar, se descubre como hombre social que es y quiere compartir su discurso como buen comunicador, llama nuestra atención para compartir sus gustos. Le gusta hablar de la lluvia, de las noches de luna, de la risa amiga, del suspiro que brota, del manantial que estalla, del hombre que invoca libertad, del sol que aviva los deseos, del mar y sus caricias, del fuego y las sombras en los adolescentes. Le gusta hablar de la amistad, de las palabras que sobran, de la fértil sonrisa de una madre, de los hombres unidos por la paz (qué buen deseo), de los silencios que unen, de puertas abiertas, de la redención de los hombres, del dios que no reprime; en definitiva, de todo aquello que ayude a ser hombre de verdad, hombre de bien.
Si estamos atentos a la relación de todos estos gustos de Manuel nos daremos cuenta de que estamos ante el alma del poeta que se descubre ante todos y, si indagamos en ello, es fácil reconocer que a través del ofrecimiento de su palabra estamos ante un hombre que quiere ser bueno, justo, fiel y solidario, ese hombre que reclama en sus versos, que vive por la paz, por el amor, que ama los silencios, que respeta a los otros y nos daremos cuenta de que es verdaderamente un gran poeta con mirada sensible y clara.
Del poema Ser poeta leo la última estrofa:
(…) Me abruman los delirios
de gloria y de grandeza,
tan solo cuando os ame
y sangre en un poema,
entonces, nunca antes,
decid que soy poeta.
Melilla, 19 de febrero de 2024
DONDE NADIE DIRIGE LA MIRADA. Fernando Fiestas. Ediciones Vitrubio, 2024 (ENCARNA LEÓN) Presentación
DONDE NADIE DIRIGE LA MIRADA
Fernando Fiestas
Ediciones Vitruvio, 2024
PRESENTACIÓN
Por Encarna León
REFLEXIONES SOBRE LA LECTURA DE SUS POEMAS
Al igual que cuando nos encontramos en un museo nos paramos ante un cuadro y, atentamente lo miramos, indagamos, interiorizamos sus elementos y sacamos nuestras conclusiones diciéndonos a nosotros mismos, si hemos establecido con él cierta química, o no. Cuando nos preguntamos si las imágenes nos han transmitido algún mensaje, si nos han gustado, si las hemos disfrutado con la mirada; algo así me ha ocurrido al depositar mis ojos ante el libro del melillense, afincado en Madrid, Fernando Fiestas titulado Donde nadie dirige la mirada, editado en Ediciones Vitruvio este año, y que ha sido merecedor del Accésit Premio Vitruvio de Poesía.
Felicidades Fernando y gracias por darnos a conocer esta obra aquí en tu tierra natal, Melilla.
Es un libro estructurado en cuatro partes y un poema que actúa como pórtico, cuyo primer verso da título a la obra. Libro sugeridor, escrito en un estilo muy cuidado, evocador, denso, con mensajes muy acertados, que desde el inicio de su lectura me ha enganchado, hasta tal punto que, sin proponérmelo, he ido construyendo una obrita paralela al plasmar en el papel todo lo que los poemas de Fernando me han ido dictando. He aquí esa química que surge de la observación de una obra de arte, en este caso el poema, y el observador que la contempla, en mi caso, otro poeta.
Todo ha funcionado como en ese museo del que hablaba al principio. Los versos del poeta me han hablado y yo, al interiorizarlos, los asumo y contesto, estableciendo un nexo, como ocurre cuando se contempla un cuadro y presentimos que nos habla, nos atrae y afirmamos que nos gusta por todo lo que nos ha transmitido la obra y los valores que encontramos en ella.
La primera parte de Donde nadie dirige la mirada, titulada “Desvelo”, consta de 1 poema; la segunda, “Cercanías” está formada por 12 poemas; la tercera, con el nombre “Semillas” la componen 11 poemas y la cuarta y última parte, bajo el título “Erosiones” contiene 13.
Fernando no ha puesto título a sus poemas, los ha enumerado solamente, igual que yo he querido enumerar, una a una, mis reflexiones sobre ellos. Mis palabras, cuando las lea, finalizarán con los últimos versos del poema del poeta.
ESTAS SON MIS REFLEXIONES
Comienzo con el poema de la p. 11 que actúa a manera de pórtico y como dije antes su primer verso da título a la obra.
Pórtico. En él, el poeta, en soledad, observa y disfruta del lugar que le envuelve y, solo él, desborda interiormente un caudal de voces que le llevan por parajes hermosos Más allá del silencio / donde nadie bautiza a ningún río / en nombre de la sed.
Entrando en el orden establecido por el autor avanzamos hacia el poema 1. El creador está en un camino infinito hacia los cielos, buscando esa luz que es la voz que le asiste, la suya, para que el poema surja y quede rubricado para siempre y la voz de la luz sobre la tierra, firme.
1 La mirada del poeta-pintor, porque Fernando Fiestas realiza sus obras de creación en estas dos facetas del arte, colecciona presencias muy queridas y las traslada al lienzo o al papel compartiendo su gozo. Acaso sobre esos cipreses en el agua / entre las islas rotas de las nubes.
- La primavera con sus amadas flores, teje en rededor del creador lazos de un tiempo vivido, mientras, los ausentes, llegan apaciguando pasos, ofreciendo recuerdos luminosos, mostrando los caminos y entre vientos rapaces nos inventan.
- Aparece la inhibición del tiempo. Todos los calendarios posibles navegan por las sienes del poeta y los deseos se agolpan rompiendo las rutinas, para soñar de nuevo con días venideros de esperanza como ingenuas rasgaduras / para el coleccionista de miradas.
- Ahora es el color el que da un toque de luz al poema. La esperanza en el verde, las praderas gratísimas, los sombríos bosques se cubren de color donde el poeta sueña entre el árbol y sus sombras mientras…/ algo de sol con porte sombrío y liso / resucita los límites / entre el cielo y la tierra.
- El creador, envuelto en sus sueños, en sus evocaciones, deseos y realidades, se complace y reconforta; diríamos que se revive, se hace presente y futuro sobre todas las cosas y circunstancias, quizás haya aprendido a revivir / junto a la negritud de los amaneceres.
- Fernando mira un lienzo, lo percibe y, en su interior, los museos se hacen suyos pincelando testimonios de tiempos con sus signos. Aparecen estancias luminosas, ciudades con encanto y sus lluvias finísimas inundando las vidas, por si una lluvia antigua / inundara perfiles sin aviso.
- Vemos como la comunión entre poesía y música está presente en los libros de Fernando Fiestas, también en sus pinturas, porque toda poesía es música y cada lienzo es un poema bajo su hechizo oramos. / Y el aire nos escribe.
- La sensibilidad del poeta se hace manifiesta al señalar el paso de las estaciones del tiempo con sus lunas de inviernos y veranos, sus primaveras fecundas o sus días otoñales, donde todo fragmento se subraya / como la partitura perdida de los dioses.
- Para el poeta-pintor, a veces, los versos son cipreses con sombras escondidas que, alguna vez si acaso, por otras circunstancias, rompen los lienzos de la vida con acontecimientos tristes como cuando algún tigre furioso / rasgó con virulencia.
- Fernando Fiestas introduce en sus versos palabras como, compases, lienzos, ritmos, músicas, también tormentas, negritud, rasgaduras, derrotas…Son rastros, o señales de secretos y vivencias que juntos armonizan con otros tintes porque, solo el mármol intenso de las tumbas nos ciegan.
- En este poema, los versos caen en cascadas sonoras y se nutren de nostalgias, de tierras que viven en la memoria del poeta, los deja caer, entrelazándose con fructíferas circunstancias, porque dice no podemos huir de la miseria.
Y en el poema 13, el último que voy a comentar, el poeta evoca casas sin dueños, desigualdades y tristes derivas. Sombras sobre los hombres, queriendo alcanzar la paz en sus desdichas donde, hace tiempo, esa paz, no le habita. Es sin duda, el encanto imprevisto del otoño.
Es mi última observación con la que hemos llegado a la página 32 de las 62 que conforman la obra en su totalidad. En este ejercicio de interiorización sobre los 13 primeros poemas, se puede observar que estamos ante una gran reflexión sobre el ser, la existencia, el transcurrir de la vida; lo hemos hecho de la mano del artista Fernando fiestas (poeta y pintor), él nos ha llevado por todos esos senderos impregnados de sensibilidad, la suya, también de la mía, y hemos transitado por mundos comunes a todos los hombres de la Tierra.
Ahora os dejo solos para que sigáis, individualmente, indagando y descubriendo otra voz más afín a vosotros, pero siempre de la mano de Fernando cuando os convirtáis en lectores de su obra.
Atravesad “Semillas”, la tercera parte del libro y seguid por “Erosiones” su cuarta y última parte porque, ahora, cuando tengáis el libro en vuestras manos, esteréis en silencio con vuestra soledad, en ese museo de la palabra que es Donde nadie dirige la mirada, y con los elementos que sigue utilizando el poeta para conectar con el lector como hemos visto en las anteriores páginas: lugares de la memoria, sed, caminos, cielos, luces, voces que arrastran, presencias y goces, nubes y cipreses, flores y vientos, el paso del tiempo con sus estaciones, sueños y esperanzas, con árboles y sombras, con amaneceres sombríos, fértiles lluvias, lienzos con su música, nostalgias y miserias, o la desigualdad entre los hombres.
Seguro que alguna de estas circunstancias se habrá acercado a vuestras vidas en algún momento y, ya saben, que:
“Escribir es soñar y soñar / es vivir de otra manera”,
decía el poeta Pablo Antoñana.
Melilla, 15 de junio de 2024
.PORQUE LA INFANCIA ES UNA PATRIA Encarna León. Editorial GEEP, 2024 (Remedios Sánchez) Presentación
PORQUE LA INFANCIA ES UNA PATRIA
(A PROPÓSITO DEL TREN DE AÑORANZA, DE ENCARNA LEÓN)
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
K Kavafis
Hay una brisa leve que viene como del pasado con un reborde de melancolía y otro de remembranza. Encarna León, poeta y granadina de nacimiento, se sube al tren de los recuerdos de una niñez y de una juventud ricas en vivencias, las suyas, que son unas etapas trascendentales en su modo de entender el mundo. Porque la infancia siempre es una patria y Granada es el fondo de la suya, con el olor a primavera o esa luz indefinible que lo envuelve todo cuando alcanza el otoño y el frío de las nieves se acerca. Explorar los rincones mágicos de Granada es abrir los ojos al pasado heterodoxo de una tierra de encuentro de culturas, despertar el apasionado recuerdo por el detalle, sumergirse en la sensorialidad a cada instante; así lo hace la poeta, que, en vez de un barco como el Odiseo homérico, escoge el ‘Granada City tour’, un tren pequeño que va cruzando despaciosamente los espacios emblemáticos asociados a la memoria. Ya lo decía Federico: Granada ama lo diminuto y aquí el paso del tiempo funciona de otra forma a la que se adapta el granadino de una forma natural porque entra dentro de su modo de entender la vida, a ritmo lento.
Como eso lo sabe nuestra autora, va con calma en los dieciocho poemas que componen la obra: se sube en la parada 9, “Catedral/Plaza de la Romanilla”, donde está la placeta de sus juegos de niña, junto al mercado de San Agustín; y, así, principia: “El tren inicia el recorrido lentamente, /mientras esboza una sonrisa de niña /esperando el regalo de recorrer /sus calles como entonces”. Es decir, se inicia un viaje al pasado en el que se van dibujando retrospectivamente y al hilo del decorado, las peripecias de una niñez y a una juventud que conforman un paisaje vital que no es sólo suyo, conste, sino que representa a una generación completa.
El poema segundo, incide en esta percepción, cargado de sensorialidad: “Hacía mucho frío en aquella Granada /que hoy se hace presente al pasar /por Alhóndiga donde en los primeros /números de Teresa, la Santa, /habitaba un colegio ahora inexistente”. El centro de Granada (plaza de Las Pasiegas, plaza de la Trinidad y las cercanas calles de Santa Paula y Santa Teresa), donde se ambientan estas reminiscencias primeras y alborotan los recuerdos de las misas de los domingos o los días del colegio, atrapados en un tiempo que se desvanece con la memoria. En el mismo tono siguen los poemas tres y cuatro que transitan por la calle Alhóndiga, la remembranza invisible al café Suizo (punto de encuentro heterodoxo: de tratantes de ganado mañaneros a poetas enfrascados en sus tertulias vespertinas), las proyecciones cinematográficas en el teatro ‘Isabel la Católica’ de las tardes afortunadas en compañía de los amigos, para ir aproximándose a la histórica Plaza de Mariana Pineda tras asomarse -siquiera un instante- a la sede de la oficina central correos de la ciudad.
Desde allí enviaba las cartas a quien hoy es su esposo, Rafael Imbroda, compañero de vida y aventuras literarias y así lo recoge delicadamente: “El tren está cansado y reposa sus ruedas/en el asfalto histórico de la gran Mariana/allí, donde existió un rincón deseado/con encuentros de milicia y proyectos”. Mientras Rafael hacía el servicio militar como Alférez de Caballería en las llamadas Milicias Universitarias, Encarna continuó con sus estudios de Magisterio a principios de los años sesenta y, como casi todas las jóvenes de la época, fue conformando su ajuar de bodas, comprado en las tiendas de obligada visita situadas en la cercana calle Alhóndiga, epicentro de la venta de telas. Y, de la Plaza de Mariana Pineda prosigue a Ganivet, que “es una calle de tranquilas nostalgias, /recuerdos franciscanos, y de alumnos/ sencillos preparándose alegres para /estar en la vida de cara a su futuro”. Como ella misma me contaba, el lugar donde ella y Rafael se reunían a planear su porvenir compartido.
Satisface que quede constancia que, aquella generación de hombres y mujeres, era consciente de la importancia de tener una buena preparación intelectual y humana para la vida que les aguardaba, para el porvenir que debían construirnos. Desde la España en blanco y negro que les tocó habitar abrieron las ventanas al futuro, se aferraron a la certidumbre de que podían cambiar y traer con sus manos limpias la libertad. Y vencieron con la llegada de la democracia. Pero sigamos el recorrido, ya rumbo a La Alhambra con la alusión a canciones de antaño (en concreto, a “Llorando por Granada”, de ‘Los Puntos’) y la historia que nos constituye a los granadinos, desde el ayer de 1492 a hoy, otorgándonos nuestra riqueza multicultural: “Boabdil, compungido, enjugaba sus lágrimas/ camino a su destierro; sus jardines, palacios /con leones, sus patios y arrayanes, sus torres/con campanas y muecines fieles trasladando /sus rezos a través de los mares,/al tiempo que otros reyes, Isabel y Fernando,/abrían y cerraban las puertas de Granada”. Y, de la Alhambra, pasamos luego al palacio de verano que es Generalife, donde “asoman hermosos surtidores/ de transparentes aguas, /el harén de jóvenes princesas, /los paseos de la reina y habitaciones /tibias de cuentos de Las mil y una noches”.
Tras un circuito por los espacios alhambreños (con los poemas 5 “Alhambra/Campo de los Mártires”, 6 “Generalife”, 7 “Palacios Nazaríes/Puerta de la Justicia” y 8 “Patio de los Leones/Alhambra”) retornamos nuevamente a la ciudad desde el poema de nueve, saliendo por la Puerta de las Granadas para bajar por la Cuesta Gomérez, donde “la guitarra ofrece melodías de siglos/entre sus cuerdas artesanas y firmes” (los buenos conocedores saben que allí encontramos aún algunas de las tiendas de guitarreros tradicionales más antiguas); así llegamos a Plaza Nueva, lugar de enlace con calle Elvira, la calle de las manolas lorquianas, y con la carrera del Darro (“cuando aparecía el bosque con su Alhambra /colgada, surgida de las aguas, elevada /hacia el cielo luciendo su belleza”) que enlaza con el Paseo de los Tristes. SE intuye el guiño cómplice a la denominada ‘Cofradía del Avellano’ acercándonos a la ruta de los escritores finiseculares, con Ganivet y Antón del Sauce a la cabeza, degustadores de aguas y atardeceres en conversación amena cuando León dice:
El Avellano era un disfrute especial
con aquel caminillo que llevaba a la fuente,
y las hojas con moras, y las bocas con agua,
y los brazos abiertos al respirar Granada.
Y luego, con las dificultades que implica subir la infinita Cuesta del Chapiz, el convoy del recuerdo va trepando al Albaicín, lo que le permite entroncar con los jardines de Soto de Rojas, tan celados en los cármenes, con su oculta fuentecilla de agua clara, casi silente, con su verdor sereno retrepado, como explicitó magistralmente el poeta barroco; ahora Encarna León nos los acerca de un modo menos alambicado, como corresponde a la lírica actual, desde la cercanía cómplice de quien los ha vivido con intensidad y mirada párvula, ahora pura evocación, dado que sus abuelos residían en el barrio:
Era el huerto, las flores, su perfume,
la abuela cantarina, la hornilla de bolas
dispuesta para el guiso, el pozo inmaculado
donde los gorriones ofrecían su concierto,
y ese silencio tierno de saberse querido.
Las noches de verano, estrelladas, tranquilas,
luminosas, se ofrecían compartidas
con aquel vecindario que, al caer la tarde,
alfombraba la calle con sillas, refrigerios
frutales y los juegos de niños ajenos
a sucesos, muy tristes, de un pasado reciente.
Efectivamente: los mayores de aquel tiempo feroz trataron de que los niños fueran ajenos en lo posible a la inmensa tragedia de la Guerra Civil y sus ominosas consecuencias. Y desde las alturas albaicineras de San Nicolás con su mirador incomparable, viene la bajada tortuosa al parque del Triunfo; este espacio, cementerio musulmán primero, lugar de ejecuciones en la época de los franceses (se ajustició a la heroína de la libertad Mariana Pineda) y posteriormente plaza de toros desde 1880 hasta 1948 se reconvierte en un jardín que y le sirve a nuestra escritora para aludir a Fray Leopoldo de Alpandeire (dado que justo al lado se encuentran sus restos, custodiados en la cripta de los capuchinos) y homenajear a sus abuelos; aquí la poeta,
Recuerda a otro abuelo que tenía
negocios de vino y alimentos.
Eran tiempos difíciles, pero aunó
salarios para vivir más cómodo
en tiempos de posguerra.
Desde el Triunfo el tren se desliza hacia la calle San Juan de Dios, donde se encuentra su templo y el hospital de San Rafael que gestiona desde 2015 la orden mendicante de quien fue conocido popularmente en su época como Juan de los Enfermos. La belleza renacentista del edificio y su valor simbólico -de vida renovada- conmueven a la autora y le traen al presente el momento de su boda:
San Juan de Dios, centinela en su hermosa
basílica, presidió su unión y bendijo
sus días de horizontes futuros.
Y de esta manera, cuando el viaje parecía acabar lo que hace es comenzar a la vida nueva compartida con el esposo, al viaje largo y pleno de aventuras. Continúa, pues y de la devoción al santo que reposa en el camarín, llega a la calle de San Jerónimo,
Pasa ante una estación de bus,
rudimentaria entonces, con tartanas
y coches donde viajeros atentos esperaban
la dicha de abrazar a los suyos.
Destino, Montejícar, un lugar de trabajo
y cañuelo, de bodega añeja y pajarillos
que ya no volarían espacios del amado terruño;
[…]
Pero antes de llegar a la última parada de aquella etapa vital, es importante hacer memoria otra vez de un patio encendido (es evidente el vínculo con aquella casa encendida de Luis Rosales) de ilusiones, de expectativas, de candor infantil:
Va dejando atrás otro patio encendido
allá en Fuente Nueva, con abrazos de jóvenes
dispuestos al estudio labrándose un futuro.
Queda claro: el final es sólo un inicio, otra etapa del camino. Porque ése es el sentido, como en el poema de Kavafis. Encarna León construye el poemario como un viaje (metáfora de sus vivencias granadinas) pero lo importante no es el destino final sino el trayecto y sus vivencias de esta etapa miradas con sus ojos de adulta que es capaz de traer de nuevo las voz de la niña, de la joven que fue. Y ese es el viaje verdadero, trascendente, emocionante, simbólico, de capital reminiscencia de una época ida -ya solo reside en la memoria de quienes la vivieron- que fue grata, feliz en su inocencia incólume, con esa alegría contenida que trasmina toda la trayectoria de la poeta granadina afincada en Melilla. Alcanzamos de esta forma la última etapa del itinerario vital y paisajístico que ella ha querido hacer en esta fase de su periplo existencial; y, entonces,
Desciende en silencio del vagón
que ha ocupado durante el recorrido;
le ha llevado a la infancia, a su origen
de aguas y de amigos, a horizontes lejanos
donde guarda, indulgente, el calor de su historia.
Esa historia aludida hemos comprobado que es una historia de amor: a Granada, a la infancia, a lo que supone aprovechar el instante preciso, a la memoria, al ser de una manera determinada por haber crecido en unas circunstancias adversas que ella ha ido mostrando con grácil elegancia, con serena prudencia, con delicada ternura; una cosecha que ha de pasar a sus hijos y, más tarde, a los hijos de sus hijos, herederos del tiempo. No hay amargura por lo perdido, por lo pasado en aquel estadío, ni tampoco aflicción porque todo es ganancia, riqueza de experiencias, avance persistente, como se ve en el poema decimoctavo con el que se cierra esta obra:
El tren disminuye la marcha, se transforma
en un eco, se paraliza todo, toca poner
en su sitio los pies de aquella infancia,
para seguir de nuevo cumpliendo calendarios
sin límite preciso.
La polígrafa Encarna León sabe darle el protagonismo que corresponde a las edades primeras como etapa trascendental que construye la identidad, lo que cada uno acabamos por ser conforme crecemos en sabiduría. Pero que necesariamente va quedando atrás porque maduramos, vamos transformándonos y progresando con los aprendizajes que nos perfilan el pensamiento y el camino a Ítaca de cada cual; de esta manera y si la suerte nos acompaña, como afirma el axial poema de Kavafis, el periplo que podremos recorrer será largo, pleno de sorpresas y lo importante es vivirlo. Vivir, querida Encarna, siempre vivir, mirando atrás con ternura de palabras escogidas, de imágenes guardadas en la retina, de huellas por donde nuestros pasos fueron haciéndose ágiles; como Unamuno, como Machado, como todos los sabios que nos han precedido. Pero seguir siempre adelante con decisión y esperanza porque vivir es lo único que importa.
Remedios Sánchez
Universidad de Granada