Regreso de otro lado del mar,
de lugares que el tiempo no logró
calcinar a pesar de los años.
Me alcé del surco cotidiano
para sobrevolar el cielo y divisar
montañas con penachos de espuma.
El sol doraba en ellas historias renacidas.
Ahora, desde el balcón que tengo
calentando mis pasos,
me entibian la memoria añoranzas
amigas que quedaron escritas
en el libro del sueño.
¿Dónde los olivares encontrarán medida
para vivir de nuevo aromando la casa?
La hogaza siempre estuvo dispuesta
para aquella liturgia del pan y del aceite
y una vez endulzada fuera alimento
vivo de la gente menuda.
Ahora, es tiempo de otra época,
aquella, ya es pasado. Andalucía entera
era cantada entonces
con sus rubios trigales de espiga y amapola,
y el olor de almazara ungía nuestros cuerpos.
Las olivas selectas decoraban las mesas
con sus múltiples tintes y los campos dormían
con olores profundos de jara e hierbabuena.
Ahora hay tierras desoladas por tanto urbanismo,
las habitan haciendas con su trasiego puesto.
Las parcelas son lechos de acera y discoteca
y los coches son cómplices de un asfalto inaudito.
Desde mi ventanal, a este lado del mar
que me ofrece solícito estampas marineras,
recuerdo las campiñas que antaño abandoné
por destino y trabajo,
cuando mi calzo era de inocencia primera
y se aromaba tibio con el pan y el aceite.
Eran tardes de embrujo de mi vieja Granada,
allí donde los surtidores siguen lentos y amados
entre el rumor fresquísimo del jardín y la fuente.