Apenas hace un año que nos reuníamos para conocer El color de los ritos, libro en el que Encarna agrupó la mayor parte de su obra poética compuesta hasta 2010, detenida y extensamente analizada por José Luis Fernández de la Torre. Sin embargo, desde el año 2000, quedaban en las gavetas de su estudio algunos poemas así como otros compuestos en 2013, que por diversos motivos no formaron parte del corpus mencionado. Afortunadamente para nosotros llegan ahora a nuestras manos en un nuevo libro, prologado por el catedrático Manuel Gahete, e ilustrado con dos bellísimas y espléndidas fotografías en portada y contraportada, tomadas por Rafael Imbroda. Se trata de Rumor de oleajes, precioso título que, henchido a su vez de poesía, proclama lo que son los poemas que encierra: un suave y constante rumor de los latidos del mar que, cual las olas, progresiva y constantemente nos dejarán sentir su melodía. Porque el mar en su inmediata vecindad se convierte en una sinfonía de color que impregnará sus versos, rezumantes a la vez de evocaciones históricas, de yodo y de sal. Así pues, hallaremos un mar “Azul fuerte, intenso, como la historia/ que se ofrece detrás de las murallas”, en “Gaviotas”, el poema con el que se abre el libro, o “azul marino” en “Mágico”, o “azul eléctrico” en “El mar en mi memoria”. En otras ocasiones será el sonido de las olas, o el graznido, también marino, de las gaviotas lo que constituirán el Rumor de oleajes. Sin embargo, del mar no nos llegará sólo una percepción sensorial, sino que su contemplación también motiva a través de él, la reflexión afectiva sobre la historia, entrelazada, cómo no, al tratarse del Mediterráneo, con el mito y la leyenda. Historias que Estopiñán, desde su estatua del Pueblo “nos convoca a recordar”; “esas que permanecen/ ancladas a nuestras vidas”, como escribe en “Mercante”, en donde el barco: “Desaparece lento detrás del roquedal/donde altivas murallas cantan/ historias de sitios y soldados”. O como se reflejan en los siguientes versos de “Cuenco de caracola húmeda”, en donde afirma: “Es mi mar un surtidor de espumas/ que eleva en su frescor abordajes/ antiguos de historias y conquistas./ Es inmenso cuenco de caracola/ húmeda donde mecen navíos/ recuerdos de evocadas sirenas”. Sirenas; de nuevo la leyenda, que a su vez se entremezcla con la historia, encarnada en las doncellas, en “Paisaje Mágico”, genial poema en el que Encarna hace gala de su exquisita sensibilidad y de su magistral dominio de una admirable estética sensorial impregnada de bellísimo clasicismo: “El dorado aparece oferente en cada/ atardecer casi a la misma hora./ Viene incendiado con llantos de doncellas,/ aquellas que llegaron desde lejanas tierras/ para fertilizar campos de triunfos y derrotas./ Las murallas lo cuentan entre los asperones/ marinos que aún le pertenecen./ Tal vez fueron sirenas siguiendo/ entre las aguas a sus fieles amados,/ y quedaron prendidas al filo de la noche/ para historia y recuerdo”. Lo recordado necesariamente pertenece al pasado y el mar “siempre recomenzado”, al sentir de Valéry, será para nuestra autora motivo de permanente reflexión sobre el devenir del tiempo y la cíclica reiteración de su paso, como hallamos en “Ha llegado el otoño”; o en “Ventanal”, en donde se sorprende el instante con plena consciencia de su transitoriedad, así como en “Atardecer”; instante que en “Mágico” se capta por medio del cambio de luz: “En cada minuto la oscuridad/ se adentra misteriosa, y el azul/ marino se torna ya en negrura”. Otras veces se hace hincapié en el cíclico acontecer, como ocurre en “Visión como milagro”: “El atardecer se presenta cada día/ con su hermosura puesta, con su luz/ deslumbrante, su magia renacida. ”Reiteración que volvemos a encontrar en “Descifrando unas horas”: “La ola me reclama con su dulce/ salitre repetido, y acaricia constante/ el tedio mortecino del día que discurre.” En “El tiempo que ahora nos habita” la escritora se sitúa en el momento “del día que se extingue”; y en “Montaña Isleña”, “Ella, la montaña, se desgasta/ en silencio con el paso del tiempo” .Y si la erosión  discurre lenta, aunque constante, la fugacidad del instante parece apresurar el devenir, como se evidencia en el bellísimo poema “Estrella errante”: “Parece que fue un sueño que regaló/ la vida cuando todo se hundía por otras/ latitudes. Entonces se elevó entre olas/ para ser en la altura visión fugaz,/ estrella errante o silencio inaudito.” Pero las numerosas reflexiones sobre la huida irremediable del tiempo, precisamente por ello, se convierten en un auténtico canto a la vida, al gozo de la existencia, en el precioso poemita “Sé que vivo”, en el que la captación del entorno motiva la satisfacción plena por la consciencia de su existir: “y yo, toda expectante/ al saber que hoy existo”. No obstante, en medio de la riqueza poética y expresiva contenida en este librito, repleto de lirismo, existen dos poemas sobre los que me permito recabar la atención. Uno de ellos es el primero, “Gaviotas”, aves costeñas inevitablemente unidas al mar y a las que Encarna se referirá en varias ocasiones, pero que en ésta atraerán su mirada con trascendencia reflexiva. En primer lugar, hemos de matizar una pincelada autobiográfica, al considerarlas “vecinas”, habida cuenta de la proximidad de su residencia a la costa rocosa en la que las patiamarillas tienen sus nidales. Las imaginarias figuras que trazan en sus vuelos, punteados por sus graznidos, se presentan como solemne ceremonial sobre el marco suntuoso de las murallas, ornado todo ello de azul: cielo y mar. Melilla la Vieja se intuye con todo su peso de siglos agazapada detrás de las murallas, realidad histórica anclada en la piedra y, por lo tanto, en el tiempo, mientras por el cielo revolotean a su antojo, sin rumbo marcado, libres e incansables, las gaviotas. Su contemplación despierta el irrefrenable deseo de seguirlas en su etérea ascensión, rompiendo las ataduras terrenas: “Entonces surco con alas de cristal/ mi propio tiempo y alargo mi mano sobre/ espumas cercanas que salpican el llanto.” El otro poema, permítaseme el desahogo emocional, me resulta querido de manera especial, porque a su extraordinario contenido poético uno el recuerdo de escenas reiteradamente vividas en mi infancia. Me refiero a “El copo,” en cierto modo introducido por los versos finales del poema anterior, “Cuenco de caracola húmeda”: “Y los copos se vencen en sus aguas/ de escamas bañando las arenas,/ mientras gritan y saltan inquietos/ pececillos en las doradas playas,/ como regalo fresco al comenzar el día.” ¿Cómo no conmovernos ante la evocación del griterío que motivaba el arremolinamiento de la chiquillería cuando oíamos “el copo; están sacando el copo” que alguno acababa de vislumbrar en cierta zona alejada de la playa? El poema se encuentra impregnado de salobre sabor marino: la mención de la jábega, su consideración de bajel, el que los pescadores estén “curtidos por vientos y oleajes”, así como la presencia de las gaviotas acechantes sobre las “efímeras vivencias”, preciosa metáfora para reflejar los últimos coletazos del pescado en la arena. Y, sobre todo, la anhelada y emocionante llegada de las redes: “Las redes se estremecen con atuendos/ dispares, plateados, celestes, rosados/ o de un malva traslúcido y radiante”. Espléndido poema, en definitiva, sobre “el rito / inmaculado de los copos.”

No me resta sino felicitar a la autora y agradecerle muy sinceramente que nos permita deleitarnos con este genial librito en cuya brevedad no cabe más bella poesía y con cuya lectura tengo la seguridad de que disfrutarán emocionados.

Juan José Amate